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Le Principe d’anarchie [PA]

Schürmann (1982:318-320) – destino (Geschick)

§ 45. La transmutation du «destin».

sexta-feira 16 de junho de 2023, por Cardoso de Castro

Hacerse un destino o padecerlo, comenzarlo, hacerse cargo de él y acabarlo, no es ese el horizonte en que esas líneas inscriben el Geschick  . Desde el momento en que la cuestión de la fenomenología consiste en las modalidades de la presencia, el destino no puede resumirse en la destinación.

Miguel Lancho

«Por la palabra “destino” se entiende habitualmente lo que es determinado y detentado por la suerte: un destino triste, o funesto, o feliz. Esta significación es derivada. “Destinar” quiere decir originariamente: preparar, ordenar, asignar a toda cosa su lugar».

Estas líneas describen la transmutación que Heidegger impone a la noción de destino: de humanista o existencialista, gira a lo económico o topológico.

Hacerse un destino o padecerlo, comenzarlo, hacerse cargo de él y acabarlo, no es ese el horizonte en que esas líneas inscriben el Geschick  . Desde el momento en que la cuestión de la fenomenología consiste en las modalidades de la presencia, el destino no puede resumirse en la destinación. La cuestión está en esas modalidades de tal modo que ellas se dirigen a nosotros. Dirigirse, destinar una función a una persona  , por ejemplo, o destinar a alguien una invectiva, «enviársela», es hallar en esta función, para esta invectiva, su lugar a donde dirigirla. Destinar quiere decir enviar, poner en su lugar, «asignar a toda cosa su lugar». Noción que tiene trazas de los «lugares» y de los que hay que ver bien dos consecuencias que hacen que el destino de los hombres deje de retener la atención más viva de Heidegger. La primera no es nueva: el destino siendo comprendido no ya como vocación del hombre, sino como puesta de toda cosa en su lugar o en su localidad, como situación, pues, seguido del antihumanismo metódico que caracteriza esta fenomenología en su conjunto. La segunda es más incisiva. Resulta de la torna hacia la economía anárquica. Lo que no es dirigido o «enviado» con esta torna nos sitúa de otra manera. En el momento de la clausura metafísica, el destino debe comprenderse como cambio de lugar, como desplazamiento. En la edad de la metafísica agonizante, las modalidades de presencia —el destino— nos sitúan en otra parte. La noción generalmente antihumanista de destino, en Heidegger, se precisa y se concreta en noción antiprincipial.

La significación económica de la situación aparece solamente en los escritos de después de Ser y tiempo  . En Ser y tiempo, Heidegger escribe en efecto: «por “destino” (Geschick) entendemos el cumplimiento (Geschehen  ) del ser ahí con el ser-con los otros». El destino es comprendido como proceso colectivo. Es comprendido además como exhibiendo el sentido del ser, su triple dirección extática: el destino se funda en «el acto anticipador de traducirse en el ahí del instante1. Somos portadores de destino en la medida en que el porvenir, el pasado y el presente se reúnen, no en el Dasein   individual, sino en «cumplimiento de la comunidad del pueblo». El destino compromete al ser ahí «extáticamente», «en y con su “generación” ». Nos liga a nuestra herencia y deviene específicamente nuestro cuando «repetimos» ésta con vistas a posibilidades nuevas ante nosotros. En Ser y tiempo el destino designa el destino humano: el pasado del hombre, su lazo con los ancestros y con los contemporáneos, su posibilidad de hacer suya la tradición en la cual ha nacido y de sacar las posibilidades para el porvenir.

Con el descubrimiento de la esencia epocal de las situaciones que constituyen nuestra herencia, el «destino» gira. Este descubrimiento —a saber que la presencia misma tiene una historia y concretamente la historia que es la metafísica— obliga a abandonar el léxico del sentido y a hablar más bien de «la verdad, aletheia  , del ser». La verdad así comprendida «es historial en su esencia, no tanto porque el ser humano transcurra en la sucesión temporal   sino porque la comunidad sigue situada (“destinada”) en la metafísica y que esta última es capaz de fundar una época». Tener un destino, para nosotros los occidentales, significa: estar situado en una historia de olvido, en el «destino de la falta del ser en su verdad». Paradójicamente, la deshumanización del destino va a la par, en Heidegger, con una insistencia nueva en la historia. Historia, entre tanto, en la que el hombre no es el agente. Si Heidegger, en este segundo periodo, manifiesta aún cierta preocupación por nuestro porvenir, con esta herencia de velamiento detrás de nosotros ya no nos podrá aconsejar atenernos a la expectativa: «Es el ser el que tan pronto deja surgir potencias, tan pronto las deja hacer sombra con sus impotencias en lo inesencial ». Modo de hablar que no tiene nada de mítico ya que no implica que el ser mismo sea algo super-potente. El no «hace» las potencias. Nadie ni nada —ni el hombre ni el ser— tiene poder sobre la historia. El «destino del ser» no es una fuerza que se agita tras las espaldas de los humanos. Al contrario, es el fenómeno más ordinario, el que todo el mundo conoce cuando decimos: «las cosas ya no son como antes», «esto va a cambiar», «el momento no es bueno», etc. El destino es el orden, siempre móvil, de presencia y de ausencia, la constelación aletheológica tal como ella sitúa todas las cosas en el tiempo.

Tiempo epocal que se altera como tiempo acontecimental, con el desplazamiento que es la torna económica en la edad tecnológica. Entonces puede prepararse una localidad, ordenarse, asignarse a todas las cosas, y que sea radicalmente nueva. Otra localidad y una localidad otra. Su novedad le viene del decaer de los principios epocales. Hablar del fin de la historia epocal y hablar de la entrada en el acontecimiento es rigurosamente hablar dos veces de la misma cosa — del umbral de transición donde expira una economía y donde comienza otra, donde se desplaza toda una cultura y donde «se desprende otro destino del ser», «un destino otro, aún velado1». La cultura occidental toma entonces la figura de una herencia legada sin manual de instrucciones, sin testamento, como dice René Char. El desplazamiento de cultura que tantos de nuestros contemporáneos sienten hoy, y que es la segunda consecuencia de la comprensión topológica del destino en Heidegger, quizá ha sido expresado mejor por la sentencia de Nietzsche  : «Dios ha muerto». Para la deconstrucción, «Dios» tiene lugar en el principio   óntico supremo en metafísica. También Heidegger comprende el impacto de esta palabra de Nietzsche en toda la historia de las economías epocales y principiales en su conjunto: «Esta palabra de Nietzsche nombra el destino de veinte siglos de historia occidental ».

Original

« Par le mot “destin” on entend habituellement ce qui est déterminé et arrêté par le sort : un destin triste, ou funeste, ou heureux. Cette signification-là est dérivée. “Destiner” veut dire originairement : préparer, ordonner, assigner à toute chose sa place. » [SvG   108 / PR 149]

Ces lignes décrivent la transmutation que Heidegger fait subir à la notion de destin : d’humaniste ou existentialiste, elle tourne à l’économique et au topologique.

Se faire une destinée ou la subir, la commencer, la prendre en main et l’achever, tel n’est pas l’horizon   où ces lignes inscrivent le Geschick. Du moment que l’enjeu de la phénoménologie consiste dans les modalités de la présence, le destin ne peut se résumer en la [318] destinée. L’enjeu, ce sont ces modalités telles qu’elles s’adressent à nous. Adresser, destiner une fonction à une personne, par exemple, ou destiner à quelqu’un une invective, la lui «envoyer», c’est trouver à cette fonction, à cette invective la place où la diriger. Destiner veut dire envoyer, mettre à sa place, «assigner à toute chose sa place». Notion qui a trait à des «lieux», et dont il faut bien voir deux conséquences qui font que le destin des hommes cesse de retenir l’attention la plus vive de Heidegger. La première n’est pas nouvelle : la destination étant comprise, non plus comme vocation de l’homme, mais comme remise de toute chose en son lieu ou en son site, comme situation  , donc, il s’ensuit l’anti-humanisme méthodique qui caractérise cette phénoménologie dans son ensemble. La seconde est plus incisive. Elle résulte du tournant vers l’économie anarchique. Ce qui nous est adressé ou « envoyé » avec ce tournant, nous situe autrement. Au moment de la clôture métaphysique, la destination est à entendre comme changement de lieu, comme déplacement. A l’âge de la métaphysique finissante, les modalités de la présence — le destin — nous placent ailleurs. La notion généralement anti-humaniste du destin, chez Heidegger, se précise et se concrétise alors en notion anti-principielle.

La signification économique de la situation apparaît seulement dans les écrits d’après Être et Temps. Dans Être et Temps, Heidegger écrit en effet : «par “destin” (Geschick), nous entendons l’accomplissement (Geschehen) de l’être-là dans l’être-avec les autres. » Le destin est compris comme processus   collectif. Il est compris en outre comme exhibant le sens de l’être, sa triple directionnalité extatique : le destin se fonde dans «l’acte anticipateur de se traduire dans le là de l’instant» [SZ 386]. Nous sommes porteurs de destin dans la mesure où l’avenir, le passé et le présent sont réunis, non pas dans le Dasein individuel, mais dans «l’accomplissement de la communauté, du peuple». Le destin engage l’être-là «extatiquement», «dans et avec sa “génération”» [SZ 384s]. Il nous lie à notre héritage, et il devient explicitement nôtre quand nous «répétons» celui-ci en vue de possibilités nouvelles en avant de nous. Dans Être et Temps, le destin désigne bien la destinée humaine : le passé de l’homme, son lien aux ancêtres et aux contemporains, sa possibilité de faire sienne la tradition   dans laquelle il est né et d’en puiser des chances pour l’avenir.

Avec la découverte de l’essence époquale des situations qui font notre héritage, le « destin » vire. Cette découverte — à savoir que la présence elle-même a une histoire, et concrètement, l’histoire qu’est la métaphysique — oblige à abandonner le vocabulaire du sens et à parler plutôt de « la vérité, aletheia, de l’être ». La vérité ainsi comprise «est historiale dans son essence, non point parce que l’être humain s’écoule dans la succession temporelle, mais parce que la communauté reste placée (“ destinée ”) dans la métaphysique et que cette dernière [319] est seule capable de fonder une époque». Avoir un destin, pour nous Occidentaux, signifie : être placé dans une histoire d’oubli, dans «le destin du défaut de l’être en sa vérité» [N II   257 et 397/N II 207 et 318.]. Paradoxalement, la déshumanisation du destin va ainsi de pair, chez Heidegger, avec une insistance nouvelle sur l’histoire. Histoire, cependant, dont l’homme n’est pas l’agent. Si Heidegger, dans cette deuxième période, fait encore preuve d’une certaine préoccupation de l’avenir qui sera le nôtre, avec cet héritage de voilement derrière nous, il ne peut nous conseiller guère plus que de nous tenir dans l’expectative : «C’est l’être qui tantôt laisse surgir des puissances, tantôt les laisse sombrer avec leurs impuissances dans l’inessentiel. » [N II 482 / N II 392] Façon de parler qui n’a rien de mythique, car elle n’implique pas que l’être lui-même soit quelque sur-puissance. Il ne «fait» pas les puissances. Personne ni rien — ni l’homme, ni l’être — n’a pouvoir sur l’histoire. Le «destin de l’être» n’est pas quelque force qui agirait derrière le dos des humains. C’est au contraire le phénomène le plus ordinaire, que tout le monde connaît quand on dit : «les choses ne sont plus comme avant», «ça va changer», «le moment n’est pas bon», etc. Le destin est l’ordre toujours mouvant de présence et d’absence, la constellation alétheiologique telle qu’elle situe toutes choses dans le temps.

Temps époqual qui s’altère en temps événementiel, avec le déplacement qu’est le tournant économique, à l’âge technologique. Alors un site peut se préparer, s’ordonner, s’assigner à toutes choses, qui soit radicalement nouveau. Un autre site et un site autre. Sa nouveauté lui vient du dépérissement des principes époquaux. Parler de la fin de l’histoire époquale et parler de l’entrée dans l’événement, c’est rigoureusement parler deux fois de la même chose — du seuil de transition où expire une économie et où en commence une autre, où se déplace toute une culture et où « se déclenche un autre destin de l’être» [Hw   309 / Chm 273s], «un destin autre, encore voilé» [TK   37/Q IV 143]. La culture occidentale prend alors la figure d’un héritage légué sans mode d’emploi, sans testament, comme dit René Char [1]. Le déplacement de culture que tant de nos contemporains ressentent aujourd’hui et qui est la seconde conséquence de la compréhension topologique du destin chez Heidegger, a peut-être été exprimé au mieux par le mot de Nietzsche : « Dieu est mort.» Pour la déconstruction, «Dieu» tient lieu du principe ontique suprême en métaphysique. Aussi Heidegger étend-il l’impact de ce mot de Nietzsche a toute l’histoire des économies époquales et principielles dans son ensemble : «Ce mot de Nietzsche nomme le destin de vingt siècles d’histoire occidentale.» [Hw 196s / Chm 176]


Ver online : Reiner Schürmann


[1«Notre héritage n’est précédé d’aucun testament», Fureur et Mystère, op.cit., p. 106.