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Esferas I

Sloterdijk: o abandono das esferas cosmológicas na Modernidade

Introducción: Los aliados o: La comuna exhalada

quinta-feira 25 de maio de 2017, por Cardoso de Castro

Tr. Isidoro Reguera. Madrid: Siruela, 2003, p. 29-37

El pensamiento de la edad moderna, que se presentó durante tanto tiempo bajo el ingenuo nombre de Ilustración y bajo el todavía más ingenuo lema programático «Progreso», se distingue por una movilidad esencial: siempre que sigue su típico «Adelante» pone en marcha una irrupción del intelecto desde las cavernas de la ilusión humana a lo exterior no-humano. No en vano el giro de la cosmología, llamado copernicano, está al comienzo de la historia moderna del conocimiento y del desengaño. Ese giro significó para los seres humanos del Primer Mundo la pérdida del centro cosmológico y dio lugar, en consecuencia, a una época de progresivas descentralizaciones. Desde entonces se acabaron para los habitantes de la tierra, los antiguos mortales, todas las ilusiones sobre su situación en el regazo del cosmos, por más que tales ideas parezcan estar [29] aferradas a nosotros como engaños innatos. Con la tesis heliocéntrica de Copémico comienza una serie de instancias investigadoras dirigidas al exterior, vacío de seres humanos, a las galaxias, inhumanamente lejanas, y a los más espectrales componentes de la materia. Pronto se percibió el nuevo aliento frío de fuera, e incluso algunos de los pioneros del saber revolucionariamente transformado acerca de la situación de la tierra en el universo no callaron su desazón ante la infinitud propuesta; así, el mismo Kepler protesta contra la doctrina de Bruno del universo infinito diciendo que «precisamente esa idea   no sé qué secretos y ocultos sobresaltos trae consigo; en realidad, se vaga sin rumbo por esa inmensidad a la que se le niegan límites y punto medio y, por tanto, cualquier lugar fijo» [1]. A las evasiones hacia lo más exterior se siguen invasiones de frío en la esfera interior humana provenientes de los helados mundos cósmicos y técnicos. Desde el inicio de la edad moderna el mundo humano tiene que aprender en cada siglo, en cada decenio, en cada año, cada día a aceptar e integrar verdades siempre nuevas sobre un exterior que no concierne al ser humano. Comenzando en las capas sociales ilustradas y siguiendo, progresivamente, en las masas informadas del Primer Mundo, desde el siglo XVII se expande la nueva y relevante sensación psico-cosmológica de que los seres humanos no han sido el punto de mira de la evolución, esa diosa indiferente del devenir. Cualquier mirada a la fábrica terrestre y a los espacios extra-terrestres basta para acrecentar la evidencia de que el ser humano es sobrepasado por todos los lados por exterioridades monstruosas que exhalan hacia él frío estelar y complejidad extrahumana. La vieja naturaleza del Homo sapiens no está preparada para esas provocaciones del exterior. A fuerza de investigación y toma de conciencia, el ser humano se ha convertido en el idiota del cosmos; se ha condenado él mismo al exilio y se ha expatriado en lo sinsentido, en lo que no le concierne, en lo que le ahuyenta de sí, perdiendo su inmemorial cobijo en las burbujas de ilusión entretejidas por él mismo. Con ayuda de su inteligencia incansablemente indagadora, el animal abierto derribó el tejado de su vieja casa desde dentro. Tomar parte en la Modernidad significa poner en riesgo sistemas de inmunidad desarrollados evolutivamente. Desde que en los años [30] setenta del siglo XVI el físico y cosmógrafo inglés Thomas Digges aportó la prueba de que la doctrina bimilenaria de las cubiertas celestes era tan inconsistente físicamente como superflua desde el punto de vista de la economía del pensar, los ciudadanos de la época moderna hubieron de acomodarse a una nueva situación en la que, con la ilusión de la posición central de su patria en el universo, desapareció también la imagen consoladora de que la tierra estaba envuelta por bóvedas esféricas a modo de cálidos abrigos celestes. Desde entonces, los seres humanos de la época moderna tuvieron que aprender a arreglárselas para existir como una pepita sin cáscara. La piadosa y despierta manifestación de Pascal  : «El silencio eterno de los espacios infinitos me produce espanto», expresa la confesión íntima de toda la época [2]. Desde que los tiempos se hicieron nuevos de verdad, ser-en-el-mundo significa tener que aferrarse a la corteza terrestre y rogar a la fuerza de gravitación que no te abandone, olvidando cualquier idea de regazo y cobijo. No puede ser mera casualidad: desde los años noventa del siglo XV los europeos que saben de qué van las cosas construyen y contemplan, como adeptos de un culto indefinido, imágenes y globos terráqueos como si por medio de la vista de esos fetiches quisieran consolarse de que ya para siempre sólo podrán existir sobre un globo, nunca más dentro de uno. Mostraremos que todo lo que hoy se llama globalización proviene del juego con ese globo excéntrico. Friedrich Nietzsche  , el formulador magistral de aquellas verdades con las que no se puede convivir pero cuya ignorancia sería contraria a la honradez intelectual, articuló definitivamente aquello en lo que, a fuerza de lucidez, ha llegado a convertirse el mundo en su totalidad para los empresarios modernos: «Un portón a mil desiertos, vacíos y fríos». Vivir en la época moderna significa pagar el precio por la falta de cascarones. El ser humano descascarado desarrolla su psicosis epocal respondiendo al enfriamiento exterior con técnicas de calentamiento y políticas de climatización; o con técnicas de climatización y políticas de calentamiento. Pero una vez que han reventado las burbujas tornasoladas de Dios, los cascarones cósmicos, ¿quién va a ser capaz todavía de crear envolturas protésicas en torno a los que han quedado a la intemperie?

La humanidad de la era moderna contrarresta la helada cósmica que entra en la esfera humana por las ventanas violentamente abiertas de la Ilustración con un pretendido efecto invernadero: tras la quiebra de los receptáculos celestes, acomete el esfuerzo de compensar su falta de envoltura en el espacio mediante un mundo artificial civilizador. Ese es el horizonte último del titanismo técnico euroamericano. La era moderna aparece a esta luz como la época de un juramento hecho por una desesperanza agresiva; a saber: que, ante la perspectiva de un cielo abierto, frío y mudo, había que conseguir la edificación de la gran casa de la especie y una política global de calentamiento. Son sobre todo las naciones emprendedoras del Primer Mundo las que han traducido en un constructivismo [33] agresivo la intranquilidad psicocosmológica advenida. Se blindan contra los horrores de un espacio sin límite, ampliado hasta el infinito, mediante la construcción, pragmática y utópica al mismo tiempo, de un invernadero universal que les garantice un habitáculo para la nueva forma moderna de vida al descubierto. De ahí que, en definitiva, mientras más avanza el proceso de globalización, la mirada del ser humano al cielo, tanto de día como de noche, se vaya haciendo cada vez más indiferente y distraída; sí, interesarse con pathos   existencial por cuestiones cosmológicas se ha convertido casi en un síntoma de ingenuidad. Por contra, lo propio del espíritu desarrollado es la certeza de que ya no hay nada más que buscar en el llamado cielo. Pues no es hoy la cosmología la que dice a los seres humanos dónde están, sino la teoría general de los sistemas de inmunidad. La peculiaridad de la época moderna consiste en que después del giro copemicano dado al mundo, de pronto el sistema de inmunidad Cielo ya no podía emplearse para nada [3]. La Modernidad se caracteriza porque produce técnicamente sus inmunidades y va eligiendo progresivamente sus estructuras de seguridad sacándolas de las tradicionales coberturas teológicas y cosmológicas. La civilización altamente tecnológica, el Estado del bienestar, el mercado mundial, la esfera de los media: todos esos grandes proyectos quieren imitar en una época descascarada la imaginaria seguridad de esferas que se ha vuelto imposible. Ahora, redes y pólizas de seguros han de ocupar el lugar de los caparazones celestes; la telecomunicación debe imitar a lo envolvente. El cuerpo de la humanidad quiere procurarse un nuevo estado de inmunidad dentro de una piel electrónico-mediática. Puesto que lo omniabarcante y omnicomprensivo de antes, la bóveda continens celeste, se ha perdido irremisiblemente, lo ya no abarcado, ya no comprendido, el viejo contentum, tiene que procurarse ello mismo su bienestar en continentes artificiales bajo cúpulas y cielos artificiales [4]. Pero quien ayuda a construir el invernadero global de la civilización cae en paradojas termopolíticas: para que su construcción se lleve a cabo — y esta fantasía espacial está en la base del proyecto de globalización —, ingentes cantidades de población, tanto en el centro como en la periferia, tienen que ser evacuadas de sus viejos cobijos de ilusión regional [34] bien temperada y expuestas a las heladas de la libertad. El constructivismo total exige un precio inexorable. Para conseguir suelo libre para la esfera artificial de recambio, en todas las viejas naciones se dinamitan los restos de creencia en el mundo interior y las ficciones de seguridad, en nombre de una ilustración radical del mercado que promete mejor vida, pero que lo que consigue, para empezar, es reducir drásticamente los estándares de inmunidad de los proletarios y de los pueblos periféricos. De pronto, masas desespiritualizadas se encuentran a la intemperie sin que jamás se les haya aclarado correctamente el sentido de su destierro. Decepcionadas, resfriadas y huérfanas se cobijan en sucedáneos de antiguas imágenes de mundo mientras éstas parezcan conservar todavía un hálito de la calidez de las viejas ilusiones humanas de circundación.

¿Quién nos dio la esponja para borrar el horizonte entero? ¿Qué hicimos cuando desenganchamos la tierra de su sol? ¿Hacia dónde se mueve ahora? ¿Lejos de todos los soles? ¿No nos precipitamos constantemente al vacío? ¿Y de espaldas, de lado, hacia delante, hacia todas partes? ¿Hay todavía un arriba y abajo? ¿No andamos errantes como vagando a través de una nada infinita? ¿No nos absorbe el espacio vacío? ¿No hace más frío? (Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia, § 125)

En estas preguntas aparece el vacío que, en su agitada histeria, pasan por alto los discursos actuales acerca de la globalización. En tiempos descascarados, sin orientación en el espacio, superados por el propio progreso, los modernos tuvieron que convertirse masivamente en seres humanos enloquecidos. La civilización técnica, y en especial sus aceleraciones durante el siglo XX, puede verse como el intento de ahogar en confort al testigo fundamental de Nietzsche, aquel trágico Diógenes. Poniendo a disposición de los individuos alimentos técnicos de una perfección inusitada, el mundo moderno quiere quitarles de la boca inquietas indagaciones acerca del lugar en el que viven o desde el que se precipitan constantemente al vacío. Con todo, fue precisamente a la Modernidad existencialista a la que se le revelaron los motivos por los cuales para los seres humanos es menos importante saber quiénes son que saber dónde están. [35] Mientras la banalidad sella la inteligencia, los hombres no se interesan por su lugar, que parece algo dado; fijan su pensamiento en los fuegos fatuos que les rondan la cabeza en forma de nombres, identidades y negocios. Lo que algunos filósofos contemporáneos han denominado olvido del Ser se manifiesta sobre todo como una actitud de pertinaz ignorancia frente al inhóspito lugar del existir. El plan popular de olvidarse de sí mismo y del Ser se lleva a cabo por medio de un petulante no darse cuenta de la situación ontológica. Esta petulancia mueve hoy todas las formas de proceso acelerado de vida, de desinterés civil y de erotismo anorgánico. A sus agentes los lleva a aferrarse a unidades de cálculo para males menores; los ambiciosos de los últimos tiempos ya no preguntan dónde están con tal de que se les permita siquiera ser alguien. Cuando nosotros, por el contrario, intentamos plantear aquí de nuevo y de modo radical la pregunta sobre el dónde, lo que pretendemos es devolver al pensamiento contemporáneo su sentido para la localización absoluta y, con ésta, el sentido para el fundamento de la distinción entre lo grande y lo pequeño.

A la pregunta de inspiración gnóstica ¿dónde estamos citando estamos en el mundo ? es posible darle una respuesta actual competente. Estamos en un exterior que sustenta mundos interiores. Con la tesis de la prioridad del exterior ante los ojos ya no hace falta proseguir con las ingenuas indagaciones acerca del posicionamiento del hombre en el cosmos. Es demasiado tarde para volvemos a soñar en un lugar bajo caparazones celestes, en cuyo interior fueran permitidos sentimientos de orden hogareño. Para los iniciados ha desaparecido el sentimiento de seguridad dentro del círculo máximo y, con él, el viejo cosmos mismo, acogedor e inmunizante. Quien quisiera todavía dirigir su vista afuera y hacia arriba se internaría en un ámbito deshabitado y alejado de la tierra para el que no hay contornos relevantes. También en lo más pequeño de la materia se han descubierto complejidades en las que somos nosotros los excluidos, los alejados. Por eso tiene hoy más sentido que nunca la indagación de nuestro «dónde», puesto que se dirige al lugar que lós hombres crean para tener un sitio donde poder existir como quienes [36] realmente son. Ese lugar recibe aquí el nombre de esfera, en recuerdo de una antigua y venerable tradición. La esfera es la redondez con espesor interior, abierta y repartida, que habitan los seres humanos en la medida en que consiguen convertirse en tales. Como habitar significa siempre ya formar esferas, tanto en lo pequeño como en lo grande, los seres humanos son los seres que erigen mundos redondos y cuya mirada se mueve dentro de horizontes. Vivir en esferas significa generar la dimensión que pueda contener seres humanos. Esferas son creaciones espaciales, sistémico-inmunológicamente efectivas, para seres estáticos en los que opera el exterior.


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[1De stella nova in pede Serpentarii, 1606; citado por Alexandre Koyré, Von der geschlossenen Welt zum unendlichen Universum, Frankfurt 1980, pág. 65 [Del mundo cerrado al universo infinito, Siglo xxi, Madrid 1979].

[2Alexandre Koyré ha llamado la atención sobre el hecho de que la famosa frase de Pascal no expresa su propio sentir, sino que está formulada identificándose con la visión del mundo del libertin, del librepensador sin Dios que dirige su mirada al exterior y no ve sino un todo sin firmamento, vacío de sentido. Cfr. A. Koyré, ibid. (ver nota 1), pág. 49.

[3Cfr. Esferas II, excurso 5: «Sobre el sentido de la proposición no dicha: La esfera ha muerto».

[4Para los conceptos de continens/contentum (continente/contenido), cfr. Giordano Bruno, Zwiegespräche vom unendlichen All und den Welten, Ludwig Kuhlenbeck (ed.), Darmstadt 1983, pág. 32 [Sobre el infinito universo y los mundos, Aguilar, Buenos Aires 1981]. La gracia histórico-conceptual está en que «continente» designa modernamente el suelo firme terráqueo, mientras que el continens clásico alude al caparazón envolvente más extremo del cielo. Curiosamente, del suelo se dice modernamente «continente» a pesar de que desde Colón y Magallanes está demostrado que en el contexto global de la tierra los océanos son lo continente, y los llamados «continentes», por contra, lo contenido. Con justificada ironía, autores angloamericanos consideran los viejos discursos europeos como síntomas de «pensamiento continental».