Patocka (1999:86-90) – a questão do sentido em distintas épocas

Iván Ortega Rodríguez

No es el caso que la humanidad prehistórica sea exigente al determinar lo que tiene sentido. Al contrario, es modesta en su valoración del hombre y de la vida humana. Con todo, el mundo para ella está, de algún modo, en orden y justificado. No la conmueven las experiencias de la mortalidad, de las catástrofes naturales o sociales. Para tener ella sentido, le basta con que los dioses se hayan reservado lo mejor para sí: la eternidad en el sentido de la inmortalidad. Al valor del universo no le supone perjuicio alguno que en él (70) haya muerte, dolor y sufrimiento, como tampoco le importa que en él perezcan animales y plantas, que todo se someta al ritmo del surgir y el desaparecer. Esto no excluye, en circunstancias extremas, el pánico ante la muerte, por ejemplo cuando el hombre, ante el rostro del amigo muerto, toma conciencia de que le espera lo mismo. Sin embargo, la búsqueda de un sentido distinto —por ejemplo, la vida eterna— es solamente asunto de algún semidiós; en modo alguno es asunto humano. El hombre —el hombre efectivamente real— vuelve de estas aventuras y regresa a su ámbito humano. Vuelve con su mujer y su hijo. Regresa a su viña y a su lar. Vuelve al ritmo pequeño de su vida, insertado como parte de la gran marea en la que gobiernan y deciden unos seres y potencias completamente distintos. Lo que le corresponde a los hombres, lo que es asunto suyo, es el cuidado de la vida para sí mismos y sus prójimos. Asunto suyo es lo que al hombre le viene sugerido por su atadura con este permanente mantenimiento de la vida. Asunto suyo es esta modestia que le enseña a reconciliarse con el servicio a la vida —que es su lote y parte— y a hacer las paces con la pena de una labor que nunca cesa. A este precio puede el hombre vivir en paz con el mundo y no considerar que su vida carece de sentido. Eso sí, puede hacerlo en la medida en que considera su vida como excéntrica respecto de lo que decide sobre ella. Puede tenerla por naturalmente plena de sentido, igual que lo está la vida de las flores en el campo y de los animales en el bosque. Si no hubiera hombres, el mundo sería pobre y falto de alegría para los verdaderos seres cósmicos, lo mismo que ocurriría sin la animación aportada por los animales y las plantas. Así lo expresan los mismos dioses, espantados por el resultado de la devastación a la que entregaron al mundo con el diluvio.

La historia se diferencia de la humanidad prehistórica por la conmoción de este sentido aceptado. Planteamos mal la cuestión si nos preguntamos qué causó esta conmoción. Resulta exactamente igual de estéril que si nos preguntáramos qué hace al hombre salir del abrigo de la infancia para entrar en la autorresponsabilidad de la edad adulta. El hombre de la época prehistórica se repliega hacia una posición de ajuste y conciliación aceptados con el universo. Esto se da sobre el fúndamento de su auto limitarse —así lo muestran testimonios como el pánico de Gilgamesh ante la muerte de su camarada— y resulta similar a cómo los adolescentes pueden recular hacia la seguridad del infantilismo. La posibilidad de la conmoción se hace sentir, pero la rechaza. Le da prioridad al modesto quedar insertado como parte del universo, lo cual, a su vez, se corresponde con su existencia social dentro de una unión en una colectividad que no se distingue del universo mismo y de sus fuerzas determinantes. Lo que gobierna el reino de los hombres —o mejor dicho: quien lo gobierna— es de naturaleza divina, y los hombres en el sentido propio del término están determinados a servirle; de él y a través de él obtienen entonces todo lo que necesitan para su existencia, tanto en lo referido al (71) cuerpo como al contenido de sentido. No hay ningún distrito específico del ente que se encuentre acotado y reservado para el hombre y sus esfuerzos por responder de sí mismo; y menos aún un reino de los hombres.

Allí donde los hombres intentan crear tal spatium no puede ya persistir aquella modestia del sentido aceptado que hasta entonces ha caracterizado al hombre. Al asumir la responsabilidad por sí mismo y los demás, el hombre plantea la cuestión del sentido de una manera nueva y diferente. No se contenta ya con la atadura de la vida consigo misma, con la subsistencia como aquello que le ocupa continuamente ni con laborar con el sudor de su frente —entendido todo esto como el lote y parte de un ser cuyo sentido es el carácter episódico y la sumisión—. Por consiguiente, la conmoción originaria del sentido aceptado no es una caída en el sinsentido. Antes ai contrario: es el descubrimiento de la posibilidad de alcanzar un contenido de sentido más libre y más exigente. Todo ello también se encuentra conectado con el asombro ante el ente en totalidad, ante lo prodigi-oso del hecho de que el universo sea, a saber: eso que, según los filósofos de la Antigüedad, constituye el pathos propio y el origen de la filosofía. Quienes no perseveran en la modestia del sentido pasivamente aceptado no pueden contentarse con aquella tarea que les viene asignada por dicho sentido. Asimismo, esto también se corresponde con aquella nueva posibilidad de relacionarse con el ser y el sentido que no descansa en una respuesta ya lista y aceptada de antemano, sino en el preguntarse e indagar. Esta nueva posibilidad es, precisamente, la de la filosofía. Ahora bien, el preguntarse e indagar presupone la experiencia de lo enigmático, de lo problemático. Y esta experiencia —que la humanidad prehistórica evita y frente a la que se refugia en el mito, todo lo profundo y preñado de verdad que éste sea— arranca y se despliega en forma de filosofía. Lo mismo que en la acción política el hombre se expone a su problematicidad —a que sus consecuencias sean imprevisibles y a que toda iniciativa pase acto seguido a manos ajenas— así también, en la filosofía, el hombre se expone a la problematicidad del ser y del sentido del ente.

Así pues, en la época histórica la humanidad no evita la problematicidad. Al contrario, la invoca y desafía; de ella se promete un acceso a una profundidad de vida más llena de sentido que la que era propia de la humanidad pre-histórica. En la comunidad política, en la polis, en la vida consagrada a dicha comunidad —la vida política—, la humanidad construye un espacio para un contenido de sentido autónomo y puramente humano. Este contenido de sentido es el del reconocimiento mutuo en el seno de un actuar con significado para todos sus participantes. Dicho actuar no se limita al mantenimiento de la vida corporal sino que es fuente de una vida que se sobrepasa a sí misma en la memoria de las acciones; memoria que, precisamente, queda garantizada por la comunidad. Desde múltiples puntos de vista, se trata de una vida más arriesgada y peligrosa que aquel (72) contentarse vegetativo con el que cuenta la humanidad pre-histórica. Y por ello, precisamente, la filosofía —aquella búsqueda que pregunta e indaga explícitamente— es más arriesgada que aquella inmersión divinatoria que es el mito. Es más arriesgada precisamente porque, al igual que la acción, es una iniciativa que se entrega y renuncia a sí misma en el mismo instante en que queda expresamente aprehendida. Se entrega en manos de una interminable rivalidad de opiniones y perspectivas que conduce las ideas originales de los pensadores hacia lo insospechado e imprevisible. Es más arriesgada porque arrastra la vida entera, individual y social, al ámbito de una transformación del sentido; un ámbito en el que la vida tiene que transformarse completamente en su estructura en la medida en que lo hace su sentido. Precisamente, esto, y no otra cosa, es la historia.

La filosofía no conmocionó el sentido modesto del pequeño ritmo de la vida —dictado por la fascinación con la vida corporal y su encadenamiento a sí misma— para empobrecer al hombre. Al contrario, lo hizo con voluntad de enriquecerlo. El hombre se tuvo que desprender del sentido aceptado para elevarse hacia lo que, hasta entonces, había dado sentido al universo: hacia lo que le había dado sentido a él mismo y a otras cosas dependientes —las plantas y los animales—; hacia lo que decidía sobre el sentido de las cosas porque era imperecedero y, consecuentemente, divino. La filosofía le brindó una nueva forma a lo que no perece: no sólo permanencia, inmortalidad y continuidad — propias de los dioses—, sino también eternidad. Dicha eternidad se le presentó, en primer lugar, bajo la figura de aquello imperecedero de donde le viene dado a todo ente su brotar y extinguirse —su despuntar, su germinar y su perecer, su quedar cubierto en la oscuridad—, a saber: la figura de la physis. A su noche pertenece el alba del cosmos, el orden de las cosas, como aquello que no disminuye el misterio del ser y de los entes sino que lo subraya. Sin embargo, lo mismo que a la vida de la polis le fue concedido sólo un breve plazo para desplegarse en su libre audacia, dirigiéndose sin miedo hacia lo desconocido, así también la filosofía —consciente de su vinculación con el problema de la comunidad política y presintiendo, ya en germen, los peligros y el final de la misma— se vio llevada por el afán de una nueva y definitiva donación de sentido a ver en la oscuridad una mera ausencia de luz. Es conducida a ver en la noche un debilitamiento del día. Es llevada a convertirse en una teoría que discurre bajo la claridad ininterrumpida de una certeza definitiva. Se ve conducida a convertirse en una intuición del ente que agota su sentido dentro de una nueva definitividad. En el instante en que la polis queda condenada a muerte, la filosofía se transmuta en lo que será su figura durante milenios. En efecto, en Platón y Demócrito queda transfigurada en metafísica. Se trata de una metafísica con dos formas. Por un lado, una metafísica de arriba y abajo, a saber: una metafísica del logos y la idea; y por otro lado, una metafísica de las cosas en su puro (73) carácter de cosa, por otro. Ambas tienen pretensiones de claridad definitiva y explicación última de las cosas. Las dos se apoyan en aquel modelo de claridad que significó el descubrimiento de la matemática, germen de la futura transformación de la filosofía en ciencia.

Erika Abrams

Erazim Kohäk

Excertos de

Heidegger – Fenomenologia e Hermenêutica

Responsáveis: João e Murilo Cardoso de Castro

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