- Javier Bassas Vila
- Original
Javier Bassas Vila
En todas las ciencias — y, por tanto, en metafísica — se trata de demostrar. Demostrar consiste en fundamentar la apariencia para conocerla, para reconducirla al fundamento, para conducirla a la certeza. Sin embargo, en fenomenología — es decir, al menos como intención, en el intento de pensar bajo un modo no metafísico — se trata de mostrar. Mostrar implica dejar que la apariencia aparezca de tal manera, que cumpla su plena aparición, para recibirla exactamente como se da.
Mostrar, dejar aparecer y cumplir la aparición no implican ningún privilegio de la visión. Más allá del hecho de que esta pretendida primacía se conceda a menudo, en fenomenología, al tacto o al oído, de modo que sólo puede invocarse para levantar una confusa polémica, debe contestarse su ruinoso presupuesto: la primacía de uno de los sentidos (la visión o cualquier otro) sólo resulta importante si la percepción determina finalmente la apariencia, si la apariencia misma depende pues en última instancia de la percepción — en resumen, sólo si la apariencia reenvía de entrada a la aparición de la cosa misma, en la que, como a prueba de fuego, se consume el andamiaje de la apariencia e incluso de la percepción para dejar surgir eso de lo que se trata. Ahora bien, la fenomenología sólo tiene único objetivo y una única legitimidad: intentar acceder a la aparición en la apariencia, transgredir toda impresión percibida por medio de la intención de la cosa misma. Incluso en la visión de la simple apariencia, ya no se trata precisamente en fenomenología de lo que la subjetividad capta por uno u otro de sus medios perceptivos, sino, directamente, de lo que — a través de, a pesar de, incluso sin éstos — la aparición da de sí misma y como la cosa misma. La distinción entre ver, escuchar y sentir (pero también gustar y oler) sólo deviene determinante a partir del momento en el que la percepción se apega a una determinación decididamente subjetiva de su rol, como aquello que filtra, interpreta y deforma la apariencia de la aparición. Inversamente, desde el momento en el que la aparición domina el aparecer y lo retoma, las especificaciones subjetivas de la apariencia por medio de uno u otro sentido ya no resultan esencialmente importantes: tanto si la veo como si la toco, la siento o la oigo, es siempre la cosa la que me adviene cada vez en persona; y que me advenga siempre en parte o por escorzos (esquisses) no impide que me llegue en la carne misma de su aparición; esta imperfección misma no se advertiría si no presupusiera ya la aparición en persona de la cosa, que la limita.
El pretendido privilegio de la visión sólo deviene determinante cuando se ha perdido el privilegio — verdaderamente decisivo — de la aparición de la cosa misma en el seno de su apariencia (sensible, perceptible “subjetiva”, etc.) — El estudio de este privilegio constituye el tema propio de la fenomenología, que no admite ningún otro. Nos restringiremos pues a él.
El privilegio de aparecer en su apariencia se nombra “manifestación” — manifestación de la cosa a partir de ella misma y como ella misma, privilegio de manifestarse, de hacerse ver, de mostrarse. Ello nos obliga, de entrada, a corregir nuestro punto de partida: si, en régimen metafísico, se trata de demostrar, en régimen fenomenológico, no se trata solamente de mostrar (puesto que — en ese caso la aparición podría seguir siendo todavía el objeto propio de un punto de vista, así pues, una simple apariencia), sino que se trata de dejar que la aparición se muestre en su apariencia según su aparecer. El simple paso de la demostración a la mostración no modifica todavía en nada el estatuto profundo de la fenomenicidad, ni le asegura tampoco su libertad. Por no haber advertido esto con la claridad requerida, muchos ensayos de fenomenología se han limitado simplemente a repetir y corroborar el privilegio de la percepción y de la subjetividad (metafísicos) por encima de la manifestación. Este primer paso debe completarse pues con un segundo: pasar de mostrar a dejar mostrarse, de la manifestación a la manifestación de sí a partir de sí de lo que, entonces, se muestra. Sin embargo, dejar que la aparición se muestre en la apariencia y el aparecer como su propia manifestación es algo que no va de suyo. Y ello por una — razón de fondo: porque el conocimiento viene siempre de mí, la manifestación no va nunca de suyo. O, más bien, no va de suyo (de soi) que la manifestación pueda venir de sí (de soi), de ella misma, por ella misma a partir de ella misma, en resumen, que se manifieste. La paradoja inicial y final de la fenomenología consiste precisamente en que toma la iniciativa para perderla. Como toda ciencia rigurosa, decide su proyecto, su terreno y su método, tomando así la iniciativa tan originalmente como le es posible; pero, contrariamente a toda metafísica, sólo ambiciona perder esta iniciativa lo más pronto y lo más completamente posible, puesto que pretende alcanzar las apariciones de las cosas en su originariedad más inicial — en el estado, por así decir; nativo de su manifestación incondicionada en sí y a partir de sí. Este comienzo metodológico no establece más que las condiciones de su propia desaparición en la manifestación original de lo que se muestra. Este vuelco debe respetar operaciones precisas (menciones (visées), impleciones, reducciones, constituciones, apresentaciones, etc.) siguiendo una racionalidad muy estricta, pero ello no invalida esa paradoja, sino que confirma solamente su exigencia formal.
La dificultad de esta paradoja, sin la cual la fenomenología no sería más que un nombre vacío para una metafísica en tal caso perennizada, ha provocado una recuperación del tema del método, que se retoma sin cesar desde Husserl. Para dejar que la aparición se manifieste, conviene sin duda proceder metódicamente; por ello, las diferentes acepciones de la reducción ilustran por excelencia este trabajo, asumiendo perfectamente la búsqueda racional para acceder a un terreno indubitable del conocimiento. Sin embargo, el método no debe aquí asegurar la indudabilidad bajo el modo de una posesión de objetos ciertos al estar producidos según las condiciones a priori de la conciencia, sino que debe provocar la indudabilidad de las apariciones de las cosas, sin producir la certeza de los objetos. Al contrario del método cartesiano o kantiano, el método fenomenológico, incluso cuando constituye los fenómenos, se limita a dejarlos manifestarse; constituir no equivale entonces a construir ni a sintetizar, sino a dar-un-sentido o, más exactamente, a reconocer el sentido que el fenómeno se da de sí mismo y a sí mismo; el método no debe avanzarse al fenómeno, pre-viéndolo, pre-diciéndolo y pro-duciéndolo, para esperarlo al final del camino apenas empezado (μέτα-ὁδός); en lo sucesivo, el método caminará justo al paso del fenómeno, como protegiéndolo y despejándole el camino, eliminando los impedimentos; al disolver las aporias, restablece la porosidad de la apariencia o, en cualquier caso, la transparencia en él de la aparición. Además, la reducción opera por excelencia de esta manera: suspende las “teorías absurdas”, las falsas realidades de la actitud natural, el mundo objetivo, etc., para dejar que las vivencias dejen aparecer tanto como sea posible lo que se manifiesta como y por ellos; su función culmina al despejar los obstáculos para la manifestación 1. Y así como, en un estado de derecho, la fuerza pública debe aceptar las manifestaciones, publicar las opiniones, organizar consultas, en resumen, dejar hacer y pasar lo que tiene derecho a ello, ejerciéndose sólo contra violencias de hecho, la reducción deja también manifestarse lo que tiene derecho a manifestarse, usando sólo su fuerza de suspensión contra las violencias teóricas ilegítimas. Si se quisiera hablar de “fenomenología negativa”, expresión ambigua que sólo debe emplearse con reservas, hay que comprenderla como de la reducción misma . El método nó provoca tanto la aparición de lo que se manifiesta, sino que despeja a su alrededor los obstáculos que lo ofuscarían; la reducción no hace nada, sino que deja que la manifestación se manifieste; toma la iniciativa (de considerar seriamente lo que es vivido por la conciencia) sólo, para entregarla a lo que se manifiesta. Toda la dificultad de la reducción — y el motivo por el que siempre está por hacer y rehacer, sin fin ni éxito suficiente — radica en el viraje que debe ejercer y en el que se invierte (“en zig-zag”): hay que hacerla para deshacerla — y dejar que se haga la aparición de lo que se muestra en ella, aunque, finalmente, sin ella. O, más bien, la reducción abre el espectáculo del fenómeno primeramente como un director de escena omnipresente, para continuarlo como una simple escena, necesaria ciertamente pero olvidada e indiferente; de tal manera que, al final, el fenómeno ocupa hasta tal punto la escena que la resorbe en él, sin distinguirse uno de otro. La reducción se cumple exactamente con ese giro. El método fenomenológico pretende pues desplegar un giro que va no sólo de demostrar a mostrar; sino de mostrar cómo un ego, fija un objeto en la evidencia a dejar que se muestre una aparición en la apariencia: método de un giro, que gira contra sí mismo y consiste en esa vuelta misma — contra-método.
Original
- En este sentido, el método fenomenológico siempre se ejerce como una deconstrucción (Abbau) o una destrucción; entre estos dos términos, de hecho igualmente derivados de la reducción, la diferencia radica únicamente en la naturaleza de los obstáculos despejados: la objetividad, el ser como presencia, la “historia del ser”, etc.[
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