Faustino Oncina
Apenas cabe esperar que hoy consiga expresarme clara y brevemente acerca de los fundamentos de esta verdad. Pretender formular la peculiaridad del ser humano con medios aristotélicos —y Aristóteles es a la postre el maestro de aquellos que saben—,1 quiere decir reflexionar sobre lo que significa que el hombre posea el lenguaje. Seguramente es verdad que, respecto a los propios factores determinantes del sentir y del comportamiento humanos, el lenguaje es en cierto sentido (Sinn) casi más una suerte de recuperación comprehensiva (umfassende Nachholung). Y, sin embargo, Aristóteles tiene razón cuando sostiene que lo que distingue al hombre de los animales es el lenguaje; esto es, el hombre no sólo intercambia comunicación mediante signos de fines dados instintivamente o de peligros inminentes, como hacen por ejemplo los pájaros con sus señales de alarma o de reclamo, o como son todas las otras formas de comunicación de los animales mediante signos. El hombre, empero, está desgajado de la estructura de las aptitudes y capacidades naturales de tal modo que en esta libertad está depositada simultáneamente la responsabilidad de sí mismo y de los suyos, de sí mismo y de todos nosotros. Esto es lo que en virtud de nuestra posición particular y única en el conjunto de la naturaleza viviente nos es innato: al igual que los otros seres naturales, seguimos, como impelidos, coacciones, impulsos y disposiciones, y, sin embargo, conservamos un campo donde entran en juego posibilidades, un campo de juego (Spielraum) de otro tipo abierto para nosotros. Es el espacio (Raum) de las posibilidades ofertadas, de las plausibilidades, que no son sólo aquellas comprendidas en el campo de lo dejado abierto con el que juega el pensamiento, sino que incluyen también las decisiones entre las cuales se desarrolla la lucha continua por la supremacía y el aherrojamiento, esto es, el campo de juego de la historia humana. Así pues, la célebre definición del hombre, conocida en su versión latina animal rationale, también aparece en el escrito de Aristóteles sobre la política. Pero lo que el texto griego nos enseña de veras es que aquí no está en juego tanto la razón como el lenguaje. No consiste en un mero intercambio de señales como el grito de alarma o de reclamo de los animales. Su distintivo estriba más bien en presentar estados de cosas (Sachverhalte vorzustellen), a sí mismo y a los otros. Ya la propia palabra (alemana) Sachverhalt [Sache = cosa + Verhalt = comportamiento] tiene algo muy peculiar. Hay en ella algo desinteresado desde el momento en que le concedemos a la cosa (Sache) un comportamiento (Verhalten) propio y en nuestro comportamiento nos plegamos al suyo. Eso es parte de lo que llamamos fundadamente «razón » y que vive en nuestro actuar racional. Eso es representado en el milagro de la distancia que estamos en condiciones de experimentar en el lenguaje: la posibilidad de dejar algo incierto, sin decidir (etwas dahingestellt sein zu lassen). Si se me permite decirlo dentro de los límites modestos en los que debo sentirme corresponsable, la hermenéutica es la elaboración de este poder (Könnens) tan maravilloso como peligroso. Poder dejar una cosa incierta, sopesarla y reconsiderarla una y otra vez en sus posibilidades no es simplemente una más de las dotes naturales útiles de un ser vivo. Aristóteles continúa afirmando: pues precisamente gracias a esta capacidad del logos el hombre discierne lo beneficioso de lo perjudicial. Esto significa que es capaz de entender cómo algo que de momento quizá no resulta atractivo, sea, sin embargo, prometedor para lo venidero. Posee, por consiguiente, la particular libertad de proyectar objetivos lejanos y de buscar los medios justos que contribuyen a la consecución del fin. Proyectar una cosa con vistas al futuro es una capacidad maravillosa, pero peligrosa, comparada con la sabiduría y el carácter firmemente determinado de las fuerzas naturales. El hombre tiene el sentido del tiempo. A él está ligado (como da a entender Aristóteles, según una lógica interna) el sentido de la justicia y la injusticia. Parte de este argumento lo constatamos de continuo, habida cuenta de la dudosa libertad del poder y querer comprender. Siempre se choca con las realidades y sobre todo con la realidad del prójimo. El «derecho» es, en el fondo, el gran ordenamiento creado por los hombres que nos pone límites, pero también nos permite superar la discordia y, cuando no nos entendemos, nos malinterpretamos o incluso maltratamos, nos permite reordenar todo de nuevo e insertarlo en una realidad común. Nosotros no «hacemos» todo esto, sino que todo esto nos sucede.
Luego, tal como ha evidenciado razonablemente la mirada certera y sobria del historiador, es exacto que nunca seremos dueños de la historia. Conocemos solo historias y, para hacer posibles las historias, siempre acabamos adentrándonos en todas las contraposiciones fundamentales, inexorablemente severas, ilustradas por el historiador: son las contraposiciones de «amigo» y «enemigo», de «secreto» y «público» y las otras categorías fundamentales, cuya polaridad es propia de cada «historia». Ambas cosas están unidas y constituyen la nota distintiva del hombre: la posesión del lenguaje y de la historia. Es, por tanto, perfectamente legítimo por parte de un historiador leer Ser y tiempo desde el punto de vista de su contenido enunciativo antropológico y desplegar las categorías de la historicidad tal como lo ha hecho aquí Koselleck. No obstante, restan aún en ese caso categorías, conceptos fundamentales de un mundo objetivo y de su conocimiento. Me parece que son básicamente diferentes de los conceptos heideggerianos, que pretenden elaborar la historicidad del Dasein y no las estructuras fundamentales de la historia y de su conocimiento. Ciertamente, también la analítica del Dasein propuesta por Heidegger puede a su vez ser comprendida por el historiador, desde el distanciamiento histórico (in geschichtlichem Abstand), como un fenómeno histórico o al menos como un fenómeno de la historia contemporánea. La historia es un «universal» (Universale). La Histórica de Koselleck ofrece una doctrina de las categorías de este universo que articula un enorme campo de objetos del conocimiento humano; pero esta doctrina de las categorías no quiere dar una legitimación del interés en el mundo objetivo de la historia y de las historias. Y, sin embargo, en todo conocimiento histórico anida un «comprender».
Original
Ich kann kaum hoffen, mich über die Grundlagen dieser Wahrheit in Kürze deutlich ausdrücken zu können. Wenn ich die Eigentümlichkeit des Menschseins mit aristotelischen Mitteln zu formulieren suche — und er ist schließlich der Meister derer, welche wissen —, so heißt das: darüber nachdenken, (326) was es bedeutet, daß der Mensch die Sprache hat. Gewiß ist es wahr, daß die Sprache in gewissem Sinne gegenüber den eigentlich bestimmenden Faktoren des menschlichen Sichbefmdens und Verhaltens fast mehr eine Art von umfassender Nachholung ist. Und doch hat Aristoteles recht, wenn er den Menschen gegenüber den Tieren dadurch auszeichnet, daß der Mensch die Sprache hat, das heißt, nicht nur sich den instinktgegebenen Zielen oder den drohenden Gefahren gegenüber durch Zeichen kommunikativ austauscht, wie es etwa die Vögel durch ihren Warnruf oder Lockruf tun oder wie all die anderen Austauschformen sind, in denen Tiere durch Zeichengabe miteinander umgehen. Der Mensch dagegen ist aus dem Gefüge der natürlichen Anlagen und Fähigkeiten so herausgedreht, daß in dieser Freiheit zugleich die Verantwortung für sich und die Seinen, für sich und uns alle, eingelagert ist. Das ist es, was in unsere eigentümliche Sonderstellung innerhalb des Gesamten der lebendigen Natur eingeboren ist: Wir folgen zwar wie die anderen Naturwesen Zwängen, Drängen, Dispositionen wie getrieben — und dennoch ist da ein Spielraum von Möglichkeiten, der uns bleibt, ein Spielraum anderer Art, der für uns geöffnet ist. Es ist der Raum der dahingestellten Möglichkeiten, der Plausibilitäten, die nicht nur im Spielraum des Offengelassenen stehen, mit dem der Gedanke spielt, sondern in dem auch die Entscheidungen stehen, in denen sich der beständige Kampf um Herrschaft und Unterliegen abspielt, der Spielraum menschlicher Geschichte. So steht denn auch die berühmte Definition des Menschen, die man auf lateinisch kennt, ein „animal rationale‟ zu sein, in der Schrift des Aristoteles über die Politik. Was der griechische Text uns in Wahrheit lehrt, ist, daß es sich hier nicht so sehr um die Vernunft handelt als um die Sprache. Sie ist nicht nur Zeichenaustausch wie der Lockruf und Warnruf der Tiere. Ihre Auszeichnung ist vielmehr, Sachverhalte vorzustellen — sich selbst und dem anderen. Schon das Wort »Sachverhalt« hat etwas sehr Eigentümliches. Es ist etwas Selbstloses darin, wenn wir der Sache ihr eigenes Verhalten zubilligen und uns diesem Verhalten in unserem Verhalten beugen. Das ist etwas von dem, was wir mit Recht Vernunft nennen und was sich in unserem rationellen Handeln auslebt. Es stellt sich in dem Wunder von Distanz dar, das wir in Sprache vermögen: etwas dahingestellt sein zu lassen. Die Hermeneutik — wenn ich in den bescheidenen Grenzen, in denen ich mich mitverantwortlich fühlen muß, dies erwähnen darf — ist die Ausarbeitung dieses ebenso wunderbaren wie gefährlichen Könnens. Daß man etwas dahingestellt sein lassen kann, es in seinen Gewichten wägen und in seinen Möglichkeiten immer wieder aufs neue in den Blick nehmen kann, ist mehr als nur eine der zweckvoll natürlichen Ausstattungen eines Lebewesens. Aristoteles fährt, wenn er seinen Satz gesagt hat, fort: denn der Mensch hat eben durch diese Fähigkeit des „Logos‟ Sinn für das, was zuträglich und was abträglich ist. Das heißt, er hat Sinn für etwas, was im Augenblick vielleicht nicht (327) verlockend ist, aber für später etwas verspricht. Er hat also die eigentümliche Freiheit, sich auf Ziele in der Ferne hin zu entwerfen und die rechten beiträglichen Mittel zur Erreichung des Zieles zu suchen. Das ist eine wunderbare, gegenüber der Weisheit und festen Bestimmtheit der Naturzwänge gefährliche Fähigkeit, sich in die Zukunft voraus zu entwerfen. Der Mensch hat den Sinn für Zeit. Dazu gehört nun (wie mit innerer Folgerichtigkeit Aristoteles zu verstehen gibt) der Sinn für das Rechte und für das Unrechte. Etwas von dieser Folgerung erfahren wir immer wieder an der bedenklichen Freiheit des Verstehenkönnens und Verstehenwollens. Immer stößt man an Realitäten — und am meisten an die Realität des anderen Menschen. „Recht‟ ist im Grunde die große, von den Menschen geschaffene Ordnung, die uns Grenzen setzt, uns aber auch erlaubt, Nichtübereinstimmung zu überwinden — und wenn wir einander nicht verstehen, einander mißverstehen oder gar mißhandeln, immer wieder alles neu zu ordnen und in ein Gemeinsames einzufügen. All das „machen‟ wir nicht; all das geschieht mit uns. So wird es wohl so sein, wie der gerade und nüchterne Blick des Historikers es uns denkend vor Augen gestellt hat, daß wir der Geschichte nie Herr sind. Wir kennen nur Geschichten. Und um Geschichten möglich zu machen, sind wir schon immer in all die unerbittlich scharfen Grundgegensätze eingelassen, die der Historiker aufgezeigt hat, diese Gegensätze von Freund und Feind, von Geheim und Öffentlich und all die anderen Grundkategorien, deren Polarität zu jeder „Geschichte‟ gehört. So hängt beides aneinander und macht die Auszeichnung des Menschen aus, Sprache zu haben und Geschichte zu haben. Es ist daher ganz legitim, wenn ein Historiker „Sein und Zeit‟ auf seinen anthropologischen Aussagegehalt hin liest und wenn er die Kategorien der Geschichtlichkeit in solcher Weise entfaltet, wie Koselleck es hier tut. Aber es bleiben dann Kategorien, Grundbegriffe einer Gegenstandswelt und ihrer Erkenntnis. Sie unterscheiden sich, scheint mir, grundsätzlich von den Heideggerschen Begriffen, die die Geschichtlichkeit des Daseins und nicht die Grundstrukturen der Geschichte und ihrer Erkenntnis herauszuarbeiten suchen. Gewiß kann auch die von Heidegger vorgelegte Analytik des Daseins wieder ihrerseits vom Historiker in geschichtlichem Abstand als eine geschichtliche oder mindestens als eine zeitgeschichtliche Erscheinung verstanden werden. Geschichte ist ein »Universale«. Kosellecks „Historik‟ bietet eine Kategorienlehre dieses Universums, die ein riesiges Gegenstandsfeld menschlicher Erkenntnis artikuliert — eine Legitimierung des Interesses an dieser Gegenstandswelt der Geschichte und der Geschichten will diese Kategorienlehre nicht geben. Und doch liegt in aller historischen Erkenntnis „Verstehen‟.
- «‘L maestro di color che sanno» (alusión de Dante a Aristóteles en el pasaje de La divina comedia que describe a los filósofos —El Infierno, canto 4, verso 131—). (N. del t.)[↩]