Eagleton – fenomenologia

En 1918 Europa estaba en ruinas, devastada por la peor guerra de la historia. A continuación de la catástrofe vino una marejada de revoluciones sociales que cruzó todo el continente. Los años próximos al de 1920 fueron testigos del levantamiento de Espartaco en Berlín y de la huelga general en Viena, del establecimiento del soviet de los trabajadores en Munich y Budapest y de la ocupación en gran escala de las fábricas en Italia. Toda esta insurgencia fue violentamente reprimida, pero el orden social del capitalismo europeo se estremeció hasta sus raíces por la matanza y destrucción de la guerra y sus turbulentas consecuencias políticas. Las ideologías en las cuales consuetudinariamente se cimentaba ese orden y los valores ideológicos que lo reglan, también se estremecieron profundamente. La ciencia pareció descender al nivel de un positivismo estéril, de una obsesión miope por la categorización de los hechos. La filosofía se escindió entre el positivismo y un objetivismo indefendible, proliferaron diversas modalidades del relativismo y del irracionalismo. Esta desconcertante desorientación se reflejó en el arte. En el contexto de la honda crisis ideológica de fecha muy anterior a la Primera Guerra Mundial, Edmund Husserl se propuso desarrollar un sistema filosófico que proporcionara certezas absolutas a una civilización que se desintegraba. Se trataba de escoger, escribió Husserl más tarde en La crisis de las ciencias europeas (1935), entre la barbarie irracionalista y el renacimiento espiritual, a través de una “ciencia del espíritu absolutamente autosuficiente”.

Husserl, como su predecesor el filósofo René Descartes, comenzó a buscar la verdad rechazando provisionalmente lo que él llamaba la “actitud natural”, la creencia de sentido común del hombre de la calle en que los objetos existen en el mundo exterior independientemente de nosotros, y de que por lo general merece confianza la información que sobre ellos tenemos. Esta posición sencillamente daba por hecho la posibilidad del conocimiento, cuando eso era precisamente lo que estaba en duda. Entonces, ¿sobre qué podemos tener ideas claras y ciertas? Aun cuando no podamos estar seguros de la existencia independiente de las cosas, arguye Husserl, si podemos estar seguros de cómo se presentan inmediatamente a la conciencia, lo mismo si el objeto que llega a nuestra experiencia es ilusorio que si no lo es. Puede considerarse a los objetos no como cosas en sí mismas sino como cosas propuestas (o pretendidas) por la conciencia. Toda conciencia es conciencia de algo. Al pensar me doy cuenta de que mi pensamiento “apunta hacia” algún objeto. El acto de pensar y el objeto del pensamiento se relacionan internamente, el uno depende del otro. Mi conciencia no es meramente un registro pasivo del mundo, sino que lo constituye activamente, lo pretende. Entonces, para llegar a la certeza debemos, en primer lugar, no hacer caso (o “poner entre paréntesis”) de cuanto se encuentre más allá de nuestra experiencia inmediata, debemos reducir el mundo exterior únicamente al contenido de nuestra propia conciencia.

Esta “reducción fenomenológica” es el primer paso importante que da Husserl. Cuanto no sea “inmanente” a la conciencia debe ser rigurosamente excluido, todas las realidades deben tratarse como meros “fenómenos”, en función de su apariencia en nuestra mente estos son los únicos datos absolutos que pueden servirnos de punto de partida. De esta insistencia se deriva el nombre que Husserl dio a su sistema filosófico: fenomenología. La fenomenología es una ciencia de los fenómenos puros.

Esto, empero, no basta para resolver nuestros problemas. Quizá todo lo que encontramos al examinar el contenido de nuestra mente no pase de ser un flujo fortuito de fenómenos, una corriente caótica de conciencia lo cual difícilmente podría proporcionarnos certeza. El tipo de fenómenos “puros” en los cuales se interesa Husserl son más que particularidades individuales aleatorias. Constituyen un sistema de esencias universales, pues la fenomenología modifica cada objeto en la imaginación hasta descubrir lo que en él es invariable. Lo que se presenta al conocimiento fenomenológico no se reduce, pongamos por caso, a la experiencia de los celos o del color rojo, se presentan los tipos universales o esencias de esas cosas, de los celos o de lo rojo como tales. Aprehender verdaderamente un fenómeno es aprehender lo que en él hay de esencial e inmutable. Como en griego forma o tipo se dice eidos, Husserl dice que su método realiza una abstracción “eidética”, junto con una reducción fenomenológica.

Todo esto puede sonar intolerablemente abstracto e irreal, y, a decir verdad, lo es. Ahora bien, la meta de la fenomenología era lo opuesto a la abstracción: era un retorno a lo concreto, al terreno firme, como claramente lo sugería su famoso lema: “Regreso a las cosas en sí”.

La filosofía se había preocupado demasiado por los conceptos y muy poco por los datos o hechos reales. Por eso había construido sistemas intelectuales mal equilibrados sobre debilísimos cimientos. La fenomenología, al aprehender aquello de lo que podemos estar experiencialmente seguros, podía suministrar la base para erigir conocimientos genuinamente dignos de confianza. Sería la “ciencia de las ciencias” que proporcionaría un método para estudiar cualquier cosa: la memoria, las cajas de fósforos, las matemáticas. Se presentaba nada menos que como ciencia de la conciencia humana, considerada no sólo como la experiencia empírica de las personas en particular, sino como la mismísima estructura profunda de la mente. Al contrario de las ciencias, no preguntaba sobre tal o cual forma particular de conocimiento sino sobre las condiciones que, en primer lugar, hacen posible cualquier tipo de conocimiento. Así a semejanza de lo que ya había hecho la filosofía de Kant, se constituyó en un modo de investigación trascendental; y el sujeto humano o conciencia individual en que clavaba la atención era un sujeto “trascendental”. La fenomenología no examinaba sólo aquello que yo pudiera percibir al ver un conejo en particular; examinaba la esencia universal de los conejos y del acto de percibirlos. Es decir, no era una especie de empirismo ocupado en la experiencia aleatoria y fragmentaria de individuos considerados en particular, tampoco era una especie de “psicologismo” exclusivamente interesado en los procesos mentales observables de esos individuos. Pretendía sacar a la luz las mismísimas estructuras de la conciencia y, al mismo tiempo, hacer otro tanto con los fenómenos.

Con este breve resumen debería resultar obvio que la fenomenología es un tipo de idealismo metodológico que se propone estudiar una abstracción de nominada “conciencia humana” y un mundo de puras posibilidades. Husserl rechazó el empirismo, el psicologismo y el positivismo de las ciencias naturales, y consideró que había roto con el idealismo clásico de pensadores como Kant. Kant no había logrado resolver el problema acerca de cómo la mente puede en verdad conocer objetos que se hallan fuera de ella. La fenomenología, al afirmar que lo que se da en la percepción pura es precisamente la esencia de las cosas, esperaba superar ese escepticismo.

Todo esto parece alejadísimo de Leavis y de la sociedad orgánica. ¿Es así en realidad? Después de todo, el regresar a las cosas en sí y el impaciente rechazo de teorías sin raíces en la vida concreta no están muy lejos de la ingenua mimética de Leavis acerca de que el lenguaje poético abraza la esencia de la realidad. Leavis y Husserl buscan el consuelo de lo concreto de aquello a lo cual se le puede tomar el pulso, en una época de profunda crisis ideológica. Este recurrir a las “cosas en sí” encierra en ambos casos un irracionalismo total. Para Husserl, el conocimiento de los fenómenos es absolutamente cierto —“apodíctico”, para usar su terminología— porque es intuitivo. No puedo dudar de esas cosas como tampoco puedo dudar de un fuerte toquido en la puerta. Para Leavis ciertas formas de lenguaje son “intuitivamente” acertadas, vitales y creadoras, y por mucho que haya concebido a la crítica como argumento de apoyo, al fin y a la postre no hubo manera de contradecir lo anterior. Más aún, para ambos, lo que se intuye en el acto de aprehender el fenómeno concreto es universal: para Husserl es el eidos y para Leavis la Vida. Es decir, no necesitan ir más allá de la seguridad de la sensación inmediata a fin de desenvolver una teoría “global”: los fenómenos llegan ya equipados con esa teoría. Por otra parte, forzosamente tendría que ser una teoría autoritaria pues dependía totalmente de la intuición. Para Husserl no hace falta interpretar los fenómenos, construirlos así o asá en una argumentación razonada. A la manera de ciertos juicios literarios, se nos imponen “irresistiblemente” (vocablo clave en los escritos de Leavis). No es difícil la relación que existe entre ese dogmatismo —palpable en toda la carrera de Leavis— y el desprecio conservador por el análisis racional. Por último podríamos indicar como la teoría “intencional” de Husserl sobre la conciencia sugiere que el “ser” y el “significado” siempre están unidos entre sí. No hay objeto sin sujeto ni sujeto sin objeto. Para Husserl —y también para el filósofo inglés F. H. Bradley, que influyó en Eliot— objeto y sujeto son en realidad dos caras de una misma moneda. En una sociedad donde los objetos se presentan como enajenados, totalmente separados de los propósitos humanos, y, consiguientemente, los sujetos humanos están sumergidos en un aislamiento angustioso, lo anterior constituye una doctrina consoladora. La mente y el mundo han vuelto a reunirse -al menos en la mente-. A Leavis también le interesa poner remedio a la desesperante ruptura entre sujetos y objetos, entre los “hombres” y su ambiente humano natural”, resultado de la civilización “en masa”.

Si por una parte la fenomenología aseguraba un mundo cognoscible, por la otra establecía el carácter central del sujeto humano. Prometía nada menos que una ciencia de la subjetividad. El mundo es lo que yo acepto como hecho, lo que yo “pretendo”, debo aprehenderlo en relación conmigo, como un correlativo de mi conciencia, la cual, además de faliblemente empírica, es trascendental. Enterarse de esto daba seguridad en uno mismo. El burdo positivismo del siglo XIX amenazó con privar al mundo de toda subjetividad, y el neokantismo siguió dócilmente esta corriente. El curso de la historia europea, más adelante durante el siglo XIX, dio la impresión de abrigar dudas muy serias sobre la suposición tradicional acerca de que el hombre controla su destino, de que continuará siendo el centro creador de su mundo. La fenomenología reaccionó para devolver al sujeto el trono que por derecho le pertenecía. El sujeto debía de ser considerado como fuente y origen de todo significado, no formaba propiamente parte del mundo pues, en primer lugar, él era lo que daba ser al mundo. En este sentido, la fenomenología recuperó y restauró el viejo sueño de la ideología burguesa clásica, ya que esta ideología había girado en torno de la idea de que el “hombre”, en alguna forma, era anterior a su historia y a sus condiciones sociales, las cuales brotaban de él mismo como el agua brota de un manantial. Cómo había comenzado a existir este hombre, si era o no producto de las condiciones sociales a la vez que su productor, no eran cuestiones que debieran considerarse seriamente. Al volver a ubicar en el sujeto humano el centro del mundo, la fenomenología proporcionaba una solución imaginaria a un grave problema histórico.

En el ámbito de la crítica literaria, la fenomenología tuvo alguna influencia sobre los formalistas rusos. Así como Husserl “puso entre paréntesis” el objeto real a fin de fijar su atención en el acto de conocerlo, los formalistas también pusieron entre paréntesis el objeto real y se concentraron en la forma en que se le percibe.

La mayor deuda crítica para con la fenomenología aparece con toda claridad en la llamada escuela crítica de Ginebra, la cual prosperó sobre todo en los años cuarenta y cincuenta y cuyas más famosas luminarias fueron el belga Georges Poulet, los críticos suizos Jean Starobinski y Jean Rousset, y el francés Jean-Pierre Richard. También se asocian a esta escuela Émile Staiger (profesor de letras alemanas en la Universidad de Zurich) y, por sus primeros trabajos, el crítico norteamericano J. Hillis Miller.

La crítica fenomenológica es un intento por aplicar el método fenomenológico a las obras literarias. Así como Husserl “puso entre paréntesis” el objeto real, también se hicieron a un lado el contexto histórico real de la obra literaria, a su autor y a las condiciones en que se le produce y se le lee. La crítica fenomenológica enfoca una lectura del texto totalmente “inmanente” a la que no afecta en absoluto nada externo a ella. El texto queda reducido a ejemplificación o encarnación de la conciencia del autor. Todos sus aspectos estilísticos y semánticos son aprehendidos como partes orgánicas de un total complejo, cuya esencia unificante es la mente del autor. Para conocer esta mente no debemos referirnos a nada de lo que sepamos sobre el autor —queda prohibida la crítica biográfica— sino exclusivamente a los aspectos de su conciencia que se manifiestan en la propia obra. Más aún, debemos fijarnos en las “profundas estructuras” de su mente, las cuales pueden encontrarse en los temas recurrentes y en el patrón de sus imágenes. Al aprehender esas estructuras aprehendemos la forma en que el autor “vivió” su mundo, las relaciones fenomenológicas entre él mismo como sujeto y el mundo como objeto. El “mundo” de una obra literaria no es una realidad objetiva, sino lo que en alemán se denomina Lebenswelt, realidad realmente organizada y experimentada por un sujeto individual. Es típico de la crítica fenomenológica enfocar la forma en que un autor experimenta el tiempo o el espacio, la relación entre el yo y los demás o su percepción de los objetos materiales. Dicho en otra forma: las inquietudes fenomenológicas de la filosofía husserliana muy a menudo se convierten en el “contenido” de la literatura cuando entra en juego la crítica fenomenológica.

Para aprehender estas estructuras trascendentales, para penetrar hasta el interior de la conciencia del autor, la crítica fenomenológica trata de alcanzar completa objetividad y total desinterés. Debe purificarse de sus propias predilecciones, arrojarse empáticamente en el mundo de la obra y reproducir exactamente —con toda la imparcialidad posible— lo que allí encuentre. Si se enfrenta a un poema cristiano, no le interesa emitir juicios de valor sobre esta forma en particular de considerar el mundo, sino demostrar que sintió el autor cuando lo “vivió”. Se trata de un modo de análisis no evaluador, ajeno a la crítica. No se considera a la crítica como construcción, como interpretación activa de una obra, en la cual irremediablemente intervendría lo que interesa al crítico, junto con sus prejuicios, es sólo una percepción pasiva del texto una mera transcripción de sus esencias mentales. Se supone que una obra literaria constituye un todo orgánico, lo cual ciertamente también ocurre con todas las obras de un autor en particular. En esta forma la crítica fenomenológica puede moverse con aplomo entre textos absolutamente dispares tanto por su tema como por la época a la cual pertenecen, en su decidido afán por descubrir unidades. Es un tipo de crítica idealista, esencialista, antihistórico, formalista y organicista; una especie de destilación pura de los puntos ciegos, de los prejuicios y limitaciones de toda la crítica literaria moderna. Lo que más llama la atención, lo que más impresiona en todo esto es que logró producir algunos estudios críticos individuales muy penetrantes (por ejemplo, los de Poulet, Richard y Starobinski).

Para la crítica fenomenológica, el lenguaje de una obra literaria no va más allá de ser expresión de su significado interior. Este punto de vista sobre el lenguaje -un tanto de segunda mano- data del propio Husserl. En la fenomenología husserliana realmente queda poco sitio para el lenguaje como tal. Husserl habla de una esfera de experiencia exclusivamente privada o interna, pero esa esfera es de hecho una ficción pues toda experiencia involucra al lenguaje y el lenguaje es inevitablemente social. Carece de significado decir que estoy viviendo una experiencia totalmente privada. En primer lugar, no podría yo pasar por una experiencia si ésta no se realizara en función de algún lenguaje con el cual pudiera identificarla. Para Husserl, lo que proporciona significado a mi experiencia no es el lenguaje sino el acto de percibir fenómenos particulares como universales, acto que, se supone, se realiza independientemente del lenguaje. Es decir, que para Husserl, el significado es algo que antecede al lenguaje; el lenguaje no pasa de ser una actividad secundaria que da nombres a significados que en alguna forma yo poseo. Como es posible que yo posea significados sin contar previamente con un lenguaje es una cuestión a la que Husserl no parece poder responder.

La nota característica de la “revolución lingüística” del siglo XX, desde Saussure y Wittgenstein hasta la teoría literaria contemporánea, consiste en reconocer que el significado no es sencillamente algo “expresado” o “reflejado” en el lenguaje, sino algo realmente producido por el lenguaje. No es que nosotros poseamos significados o experiencias a los que envolvemos con palabras. Ante todo, sólo poseemos significados y experiencias porque poseemos un lenguaje donde podemos tenerlos. Más aún, esto sugiere que nuestra experiencia como individuos es radicalmente social. No hay nada que pueda denominarse lenguaje privado. Imaginar un lenguaje es imaginar toda una forma de vida social. La fenomenología desea conservar ciertas experiencias interiores puras libres de la contaminación social del lenguaje, o bien ver el lenguaje meramente como un sistema útil para “fijar significados” que se formaron independientemente de él. Husserl, en una frase muy reveladora, escribe que el lenguaje “se ajusta en una medida pura a lo que se ve en toda su claridad”. ¿Cómo se puede ver algo claramente sin tener a nuestra disposición los recursos conceptuales de un lenguaje? Consciente de que el lenguaje plantea a su teoría un problema serio, Husserl intenta resolver el dilema imaginando un lenguaje que exprese puramente la conciencia que quede libre de la carga de tener que indicar significados externos a nuestra mente en el momento de hablar. El intento estaba condenado al fracaso. Tal “lenguaje” únicamente podría imaginarse como expresiones interiores totalmente aisladas sin el menor significado.

La idea de una expresión aislada, sin sentido, incontaminada por el mundo externo, proporciona una imagen muy apropiada de la fenomenología. Por mucho que pretenda haber rescatado el “mundo vivo” de la acción y de la experiencia humanas de las garras de la filosofía tradicional, la fenomenología principia y termina como una cabeza desprovista de un mundo. Promete bases firmes al conocimiento humano, pero el costo es excesivo: consiste en sacrificar la historia humana, pues sin duda, los significados humanos son en un sentido profundo, históricos no se trata de intuir la esencia universal de lo que es ser una cebolla, sino de transacciones cambiantes, prácticas, entre individuos sociales. A pesar de enfocar la realidad como algo realmente experimentado, más como Lebenswelt que como hecho inerte, su posición ante el mundo resulta contemplativa y ajena a la historia. La fenomenología intentó resolver la pesadilla de la historia moderna retirándose a una esfera especulativa donde espera la certeza eterna, y así, en medio de sus lucubraciones solitarias, retraídas, se convirtió en símbolo de la crisis que ofreció superar.