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Essais hérétiques sur la philosophie de l’histoire

Patocka (1999:86-90) – a questão do sentido em distintas épocas

L’histoire a-t-elle un sens ?

domingo 11 de junho de 2023, por Cardoso de Castro

[…] Y es que quizá la esencia propia de esa cesura que tratamos de establecer como demarcación entre la época prehistórica y la historia en sentido propio se encuentre en esa conmoción de la certeza ingenua acerca del sentido, la cual domina la vida de la humanidad hasta esa transformación específica significada por el origen casi simultáneo —y en un sentido profundo, verdaderamente unitario— de la política y la filosofía.

Iván Ortega Rodríguez

No es el caso que la humanidad prehistórica sea exigente al determinar lo que tiene sentido. Al contrario, es modesta en su valoración del hombre y de la vida humana. Con todo, el mundo para ella está, de algún modo, en orden y justificado. No la conmueven las experiencias de la mortalidad, de las catástrofes naturales o sociales. Para tener ella sentido, le basta con que los dioses se hayan reservado lo mejor para sí: la eternidad en el sentido de la inmortalidad. Al valor del universo no le supone perjuicio alguno que en él [70] haya muerte, dolor y sufrimiento, como tampoco le importa que en él perezcan animales y plantas, que todo se someta al ritmo del surgir y el desaparecer. Esto no excluye, en circunstancias extremas, el pánico ante la muerte, por ejemplo cuando el hombre, ante el rostro del amigo muerto, toma conciencia de que le espera lo mismo. Sin embargo, la búsqueda de un sentido distinto —por ejemplo, la vida eterna— es solamente asunto de algún semidiós; en modo alguno es asunto humano. El hombre —el hombre efectivamente real— vuelve de estas aventuras y regresa a su ámbito humano. Vuelve con su mujer y su hijo. Regresa a su viña y a su lar. Vuelve al ritmo pequeño de su vida, insertado como parte de la gran marea en la que gobiernan y deciden unos seres y potencias completamente distintos. Lo que le corresponde a los hombres, lo que es asunto suyo, es el cuidado de la vida para sí mismos y sus prójimos. Asunto suyo es lo que al hombre le viene sugerido por su atadura con este permanente mantenimiento de la vida. Asunto suyo es esta modestia que le enseña a reconciliarse con el servicio a la vida —que es su lote y parte— y a hacer las paces con la pena de una labor que nunca cesa. A este precio puede el hombre vivir en paz con el mundo y no considerar que su vida carece de sentido. Eso sí, puede hacerlo en la medida en que considera su vida como excéntrica respecto de lo que decide sobre ella. Puede tenerla por naturalmente plena de sentido, igual que lo está la vida de las flores en el campo y de los animales en el bosque. Si no hubiera hombres, el mundo sería pobre y falto de alegría para los verdaderos seres cósmicos, lo mismo que ocurriría sin la animación aportada por los animales y las plantas. Así lo expresan los mismos dioses, espantados por el resultado de la devastación a la que entregaron al mundo con el diluvio.

La historia se diferencia de la humanidad prehistórica por la conmoción de este sentido aceptado. Planteamos mal la cuestión si nos preguntamos qué causó esta conmoción. Resulta exactamente igual de estéril que si nos preguntáramos qué hace al hombre salir del abrigo de la infancia para entrar en la autorresponsabilidad de la edad adulta. El hombre de la época prehistórica se repliega hacia una posición de ajuste y conciliación aceptados con el universo. Esto se da sobre el fúndamento de su auto limitarse —así lo muestran testimonios como el pánico de Gilgamesh ante la muerte de su camarada— y resulta similar a cómo los adolescentes pueden recular hacia la seguridad del infantilismo. La posibilidad de la conmoción se hace sentir, pero la rechaza. Le da prioridad al modesto quedar insertado como parte del universo, lo cual, a su vez, se corresponde con su existencia social dentro de una unión en una colectividad que no se distingue del universo mismo y de sus fuerzas determinantes. Lo que gobierna el reino de los hombres —o mejor dicho: quien lo gobierna— es de naturaleza divina, y los hombres en el sentido propio del término están determinados a servirle; de él y a través de él obtienen entonces todo lo que necesitan para su existencia, tanto en lo referido al [71] cuerpo como al contenido de sentido. No hay ningún distrito específico del ente que se encuentre acotado y reservado para el hombre y sus esfuerzos por responder de sí mismo; y menos aún un reino de los hombres.

Allí donde los hombres intentan crear tal spatium no puede ya persistir aquella modestia del sentido aceptado que hasta entonces ha caracterizado al hombre. Al asumir la responsabilidad por sí mismo y los demás, el hombre plantea la cuestión del sentido de una manera nueva y diferente. No se contenta ya con la atadura de la vida consigo misma, con la subsistencia como aquello que le ocupa continuamente ni con laborar con el sudor de su frente —entendido todo esto como el lote y parte de un ser cuyo sentido es el carácter episódico y la sumisión—. Por consiguiente, la conmoción originaria del sentido aceptado no es una caída en el sinsentido. Antes ai contrario: es el descubrimiento de la posibilidad de alcanzar un contenido de sentido más libre y más exigente. Todo ello también se encuentra conectado con el asombro ante el ente en totalidad, ante lo prodigi-oso del hecho de que el universo sea, a saber: eso que, según los filósofos de la Antigüedad, constituye el pathos propio y el origen de la filosofía. Quienes no perseveran en la modestia del sentido pasivamente aceptado no pueden contentarse con aquella tarea que les viene asignada por dicho sentido. Asimismo, esto también se corresponde con aquella nueva posibilidad de relacionarse con el ser y el sentido que no descansa en una respuesta ya lista y aceptada de antemano, sino en el preguntarse e indagar. Esta nueva posibilidad es, precisamente, la de la filosofía. Ahora bien, el preguntarse e indagar presupone la experiencia de lo enigmático, de lo problemático. Y esta experiencia —que la humanidad prehistórica evita y frente a la que se refugia en el mito, todo lo profundo y preñado de verdad que éste sea— arranca y se despliega en forma de filosofía. Lo mismo que en la acción política el hombre se expone a su problematicidad —a que sus consecuencias sean imprevisibles y a que toda iniciativa pase acto seguido a manos ajenas— así también, en la filosofía, el hombre se expone a la problematicidad del ser y del sentido del ente.

Así pues, en la época histórica la humanidad no evita la problematicidad. Al contrario, la invoca y desafía; de ella se promete un acceso a una profundidad de vida más llena de sentido que la que era propia de la humanidad pre-histórica. En la comunidad política, en la polis, en la vida consagrada a dicha comunidad —la vida política—, la humanidad construye un espacio para un contenido de sentido autónomo y puramente humano. Este contenido de sentido es el del reconocimiento mutuo en el seno de un actuar con significado para todos sus participantes. Dicho actuar no se limita al mantenimiento de la vida corporal sino que es fuente de una vida que se sobrepasa a sí misma en la memoria de las acciones; memoria que, precisamente, queda garantizada por la comunidad. Desde múltiples puntos de vista, se trata de una vida más arriesgada y peligrosa que aquel [72] contentarse vegetativo con el que cuenta la humanidad pre-histórica. Y por ello, precisamente, la filosofía —aquella búsqueda que pregunta e indaga explícitamente— es más arriesgada que aquella inmersión divinatoria que es el mito. Es más arriesgada precisamente porque, al igual que la acción, es una iniciativa que se entrega y renuncia a sí misma en el mismo instante en que queda expresamente aprehendida. Se entrega en manos de una interminable rivalidad de opiniones y perspectivas que conduce las ideas originales de los pensadores hacia lo insospechado e imprevisible. Es más arriesgada porque arrastra la vida entera, individual y social, al ámbito de una transformación del sentido; un ámbito en el que la vida tiene que transformarse completamente en su estructura en la medida en que lo hace su sentido. Precisamente, esto, y no otra cosa, es la historia.

La filosofía no conmocionó el sentido modesto del pequeño ritmo de la vida —dictado por la fascinación con la vida corporal y su encadenamiento a sí misma— para empobrecer al hombre. Al contrario, lo hizo con voluntad de enriquecerlo. El hombre se tuvo que desprender del sentido aceptado para elevarse hacia lo que, hasta entonces, había dado sentido al universo: hacia lo que le había dado sentido a él mismo y a otras cosas dependientes —las plantas y los animales—; hacia lo que decidía sobre el sentido de las cosas porque era imperecedero y, consecuentemente, divino. La filosofía le brindó una nueva forma a lo que no perece: no sólo permanencia, inmortalidad y continuidad — propias de los dioses—, sino también eternidad. Dicha eternidad se le presentó, en primer lugar, bajo la figura de aquello imperecedero de donde le viene dado a todo ente su brotar y extinguirse —su despuntar, su germinar y su perecer, su quedar cubierto en la oscuridad—, a saber: la figura de la physis. A su noche pertenece el alba del cosmos, el orden de las cosas, como aquello que no disminuye el misterio del ser y de los entes sino que lo subraya. Sin embargo, lo mismo que a la vida de la polis le fue concedido sólo un breve plazo para desplegarse en su libre audacia, dirigiéndose sin miedo hacia lo desconocido, así también la filosofía —consciente de su vinculación con el problema de la comunidad política y presintiendo, ya en germen, los peligros y el final de la misma— se vio llevada por el afán de una nueva y definitiva donación de sentido a ver en la oscuridad una mera ausencia de luz. Es conducida a ver en la noche un debilitamiento del día. Es llevada a convertirse en una teoría que discurre bajo la claridad ininterrumpida de una certeza definitiva. Se ve conducida a convertirse en una intuición del ente que agota su sentido dentro de una nueva definitividad. En el instante en que la polis queda condenada a muerte, la filosofía se transmuta en lo que será su figura durante milenios. En efecto, en Platón   y Demócrito   queda transfigurada en metafísica. Se trata de una metafísica con dos formas. Por un lado, una metafísica de arriba y abajo, a saber: una metafísica del logos y la idea; y por otro lado, una metafísica de las cosas en su puro [73] carácter de cosa, por otro. Ambas tienen pretensiones de claridad definitiva y explicación última de las cosas. Las dos se apoyan en aquel modelo de claridad que significó el descubrimiento de la matemática, germen de la futura transformación de la filosofía en ciencia.

Erika Abrams

Il est vrai que l’humanité pré-historique n’est guère exigeante dans sa détermination du sensé. Mais, si modeste que soit la valeur à laquelle elle estime l’homme et la vie humaine, le monde ne lui en paraît pas moins en bon ordre et justifié. Les expériences de la mort, des catastrophes naturelles et sociales, ne l’ébranlent pas ; pour ne pas douter de son sens, il lui suffit de savoir que les dieux ont réservé le meilleur pour eux-mêmes : l’éternité au sens de l’immortalité. L’existence de la mort, de la douleur et de la souffrance n’enlève rien à la valeur de l’univers, pas plus que la disparition des plantes et des animaux, le rythme de l’éclosion et de l’éclipse auquel toute vie est soumise. Cela n’exclut pas, dans des circonstances [87] extrêmes, un sentiment de panique devant la mort, ainsi lorsque le visage d’un ami décédé amène le survivant à prendre conscience du sort qui l’attend lui aussi. La quête d’un autre sens, par exemple de la vie éternelle, n’est pas pour autant une affaire humaine au sens propre du terme, mais quelque chose qui ne peut engager qu’un demi-dieu. L’homme en tant qu’homme revient après de telles aventures à son environnement humain, retrouve sa femme et son enfant, sa vigne et son foyer, le petit rythme de sa vie intégrée dans le grand ressac que gouvernent et dont décident de tout autres êtres et puissances. L’affaire de l’homme, c’est de pourvoir aux besoins de la vie, d’assurer sa propre subsistance et celle de ses proches, c’est ce que lui suggère la dépendance qui l’enchaîne à ce maintien incessant de la vie : la modestie qui lui enseigne à prendre son parti du sort qui l’asservit à la vie et de la corvée du travail qui jamais ne prend fin. À ce prix l’homme peut vivre en paix avec le monde et ne pas tenir sa vie pour absurde ; si elle est excentrique par rapport à ce qui en décide, elle est aussi naturellement dotée de sens que la vie des fleurs des champs et des animaux dès bois. £n l’absence des hommes, comme sans l’animation qu’y apportent les plantes et les animaux, les véritables êtres cosmiques trouveraient le monde pauvre et sans joie. C’est ainsi que parlent les dieux eux-mêmes, épouvantés de la désolation à laquelle ils ont livré le monde en décrétant le déluge.

L’histoire se distingue de l’humanité pré-historique par l’ébranlement de ce sens accepté. C’est mal poser la question que de chercher la cause de cet ébranlement; l’entreprise est aussi vaine que celle qui prétendrait cerner la cause qui amène l’homme à quitter l’abri de l’enfance pour entrer dans l’âge adulte où il a à répondre de lui-même. L’homme de la période pré-historique modère ses prétentions, se replie sur les conditions acceptées d’un accommodement avec l’univers (dont témoigne la panique de Gilgamesh à la mort de son ami), de même que l’adolescent peut chercher refuge dans la sécurité de l’infantilisme. La possibilité d’un ébranlement se fait sentir, mais elle est rejetée. Il préfère l’intégration modeste dans l’univers que reflète aussi son existence sociale au sein d’une collectivité qui ne se distingue pas de l’univers lui-même et de ses forces déterminantes. Ce, ou plutôt celui qui gouverne les royaumes humains est lui aussi de nature divine ; la destinée des humains au sens propre est de lui servir, afin de recevoir, de lui et par son intermédiaire, le nécessaire pour entretenir leur existence corporelle et pourvoir à leur besoin de sens. Il n’y a aucun domaine de l’étant qui soit spécifiquement humain, réservé à l’homme et à son aspiration à répondre de lui-même; rien ne s’en approche moins que les royaumes humains. Là où les hommes tentent de créer un tel espace, la modestie du sens accepté qui a jusque-là caractérisé l’homme se révèle intenable. En assumant la responsabilité de lui-même et d’autrui, l’homme pose implicitement la question du sens d’une manière nouvelle et tout autre. Il ne se contente plus de l’enchaînement de la vie à elle-même, d’une vie dont le contenu se borne à ce qui sert à assurer l’existence matérielle et qui le destine à travailler à la sueur de son front comme être n’ayant d’autre sens que l’épisodicité et la subordination. L’ébranlement initial du sens accepté n’est donc pas une chute dans le non-sens, mais, au contraire, la découverte de la possibilité d’atteindre une teneur de sens plus libre, plus ambitieuse. - C’est à cela que se rattache l’étonnement explicite devant l’étant en totalité, devant la prodigieuse étrangeté du fait que l’univers soit, que les philosophes antiques considèrent comme le pathos propre et l’origine de la philosophie. Ceux qui rejettent la modestie du sens passivement accepté ne peuvent plus se contenter du rôle que ce sens leur imposait, et la philosophie n’est pas autre chose que la nouvelle possibilité de rapport à l’être et au sens dont la détermination d’essence relève de ce refus : la possibilité d’un rapport qui ne consiste plus en une réponse toute faite, acceptée d’avance, mais en un questionnement. Or, le questionnement présuppose l’expérience du mystérieux, du problématique, expérience à laquelle l’humanité pré-historique se dérobe, devant laquelle elle se [89] réfugie dans le mythe (si profond, si gros de vérité soit-il), et qui se déchaîne sous la forme de la philosophie. De même que l’homme politique s’expose à la problématicité de l’action, aux conséquences imprévisibles d’initiatives qui passent, sitôt prises, en d’autres mains, de même le philosophe s’expose à la problématicité de l’être et du sens de l’étant.

À l’époque historique, l’humanité ne cherche donc pas à se soustraire à la problématicité, mais lui lance au contraire un défi ouvert, espérant accéder par son moyen à une plus grande profondeur de vie sensée que celle qui était propre aux hommes pré-historiques. Dans la communauté, la polis, dans la vie vouée à la communauté, la vie politique, elle bâtit un espace pour une teneur autonome de sens purement humain, le sens de la reconnaissance mutuelle dans le cadre d’une action qui a une signification pour tous ses participants et qui, loin de se limiter au simple entretien de la vie matérielle, est source d’une vie qui se dépasse dans la mémoire des actes, dans la rémanence que garantit justement la communauté. C’est une vie à bien des égards plus risquée, plus périlleuse que la modération végétative sur laquelle table l’humanité pré-historique. De même, la quête expressément questionnante qu’est la philosophie est plus risquée que la plongée divinatrice du mythe. Elle est plus risquée, car, de même que l’action est une initiative qui renonce à elle-même dès l’instant où elle est expressément saisie, de même elle se livre pour sa part entre les mains d’une rivalité interminable de vues qui conduit les intentions premières des penseurs jusqu’à l’insoupçonné et à l’imprévisible. Elle est plus risquée, car elle entraîne toute la vie individuelle et collective dans le domaine d’une transformation du sens, dans un domaine où la vie se voit obligée de changer entièrement de structure en changeant de sens. L’histoire n’est pas autre chose.

Si la philosophie ébranle le sens modeste du petit rythme de la vie, dicté par la fascination de l’existence corporelle et son enchaînement à elle-même, ce n’est pas pour appauvrir l’homme, mais au contraire avec la volonté de l’enrichir. [90] L’homme est censé se dégager du sens accepté pour s’élever vers ce qui jusque-là donnait sens à l’univers, à lui-même comme aux autres étants dépendants, aux plantes et aux animaux, vers ce qui jusque-là décidait du sens des choses, étant impérissable et, partant, divin. La philosophie propose un nouveau visage de l’impérissable — non plus seulement la permanence, l’immortalité, la continuité propres aux dieux — mais l’éternité qui se présente tout d’abord à elle sous la forme de la phusis dont procèdent l’éclosion et l’éclipse de tout étant, son émergence, sa croissance et son déclin, son engloutissement dans les ténèbres. À la nuit de la phusis appartient l’aube du cosmos, l’aube de l’ordre des choses comme ce qui, loin d’atténuer le mystère de l’être et des étants, l’accentue. Mais, de même qu’il ne sera accordé à la vie de la polis libre qu’un temps très bref pour se déployer dans sa libre audace, visant sans crainte l’inconnu, de même la philosophie elle aussi, consciente de sa connexion avec le problème de la cité et pressentant déjà en germe le péril et la fin de celle-ci, la philosophie qui aspire à une donation de sens nouvelle et définitive est amenée à tenir l’obscurité pour un simple manque de lumière, la nuit pour un affaiblissement du jour — elle est amenée à devenir une théorie se déroulant dans la clarté constante d’une certitude ultime, une vision de l’étant qui en épuise le sens dans une nouvelle figure définitive. À l’instant où la perte de la polis se décide, la philosophie se refond pour prendre l’aspect qui sera le sien durant deux millénaires; elle se transforme en métaphysique chez Platon   et chez Démocrite  , en métaphysique à deux feces, la métaphysique d’en haut et celle d’en bas, la métaphysique du logos et de l’Idée, d’une part, celle des choses dans leur pure choséité, d’autre part. L’une et l’autre prétendent à la clarté définitive et à l’explication ultime des choses, l’une et l’autre s’appuient sur le modèle de clarté fourni par la découverte des mathématiques qui contient en germe la mutation future de la philosophie en science.

Erazim Kohäk

Prehistoric humanity is not particularly demanding in deciding what is meaningful—on the contrary, it is quite modest in its valuation of humans and of human life, yet the world seems to it in some sense orderly, justified. Experiences of mortality, of natural and social catastrophes, do not shake it. For life to be meaningful, it is enough to know that the gods have reserved the best for themselves: eternity in the sense of immortality. The worth of the universe is in no way less because it includes death, pain, and suffering, just as it is not disturbed by the perishing of plants and animals or by everything being subject to the rhythm of generation and perishing. That does not preclude, under extreme circumstances, the feeling of panic in the face of death when humans become aware, in the face of a dead friend, that the same fate awaits them, yet the quest for some other meaning, such as life eternal, is a matter for some demigod, not properly a human one. Humans—actual humans—return from such adventures to their human context, to their mate and child, to their grapevines and their hearth, to the small rhythms of their lives wedged amid the great storms [62] in which wholly different beings and powers rule and decide. The doings of humans have to do with making life secure for themselves and for those close to them. That is what their bondage to the perennial maintenance of life suggests to them—the humility which teaches them to reconcile themselves with the lot of servitude to life and the toil of never-ending labor. At that price humans can live at peace with the world and not see their life as meaningless, only as marginal with respect to what decides about it, as naturally meaningful as the lives of the flowers of the field and the beasts of the forests. Conversely, if it were not animated by humans, the world would be impoverished and joyless for truly cosmic beings. That is how the gods themselves speak, horrified by the devastation to which they subjected the world in the flood.

History differs from prehistoric humanity by the shaking of accepted meaning. We would be asking erroneously if we were to ask what caused this shock; it is as vain as asking what causes humans to leave their sheltered childhood for a self-responsible adulthood. As we can see from testimonies such as the panic of Gilgamesh at the death of his comrade, humans of the prehistoric epoch ‘retreat to the accepted peace with the universe by restricting their wants, just as an adolescent can retreat into the safety of infantilism. The possibility of a shaking presses in on them but is rejected. They prefer a modest integration into the whole of what is, and their social existence in community is appropriate to it, not deviating from the whole and the forces that govern it. Even that which, or better, those who rule over the human realm are of a divine nature while humans proper are destined to their service while from them and through them they then receive all that they need, physically or meaningfully, for their existence. There is no specifically human region of beings that would be reserved for humans and their quest for responsibility for themselves, least of all is the human empire that. Whenever humans attempt to create such a region, the humility of accepted meaning that characterized humanity up to that point cannot persist. In accepting responsibility for themselves and others humans implicitly pose the [63] question of meaning in a new and different way. They are no longer content with the bondage of life to itself, with subsistence as life’s content and service in the sweat of their brow as the lot of beings fated to episodicity and subordination. Thus the result of the primordial shaking of accepted meaning is not a fall into meaninglessness but, on the contrary, the discovery of the possibility of achieving a freer, more demanding meaningfulness.—This is then linked to that explicit awe before being as a whole, the awe-full realization that the totality of being w, which, according to ancient philosophers, is really the inmost pathos and origin of philosophy. Humans who do not remain in the humility of passively accepted meaning cannot be content with their fated lot and fundamentally linked with that is also that new possibility of relating to being and meaning which consists not in a predetermined, preaccepted answer but in questioning, and that precisely is philosophy. Questioning, however, presupposes the experience of mystery, of problematic being and this experience, which prehistoric humankind avoids, from which it takes refuge in the most profound, truth-laden myths, unfolds in the form of philosophy. Just as in acting politically humans expose themselves to the problematic nature of action whose consequences are unpredictable and whose initiative soon passes into other hands, so in philosophy humans expose themselves to the problematic being and meaning of what there is.

Thus in the historical epoch humankind does not avoid what is problematic but actually invokes it, promising itself from this an access to a more profound meaning than that which was proper to prehistorical humanity. In the community, the polis, in life dedicated to the polis, in political life, humans make room for an autonomous, purely human meaningfulness, one of a mutual respect in activity significant for all its participants and which is not restricted to the preservation of physical life but which, rather, is a source of a life that transcends itself in the memory of deed guaranteed precisely by the polis. It is in many ways a more risky, dangerous life than the vegetative humility on which prehistoric humanhood depends. Similarly, [64] that explicit questioning which is philosophy is by far more risky than the submerging conjecture which is myth. It involves greater risk because just as action is an initiative that yields itself the moment it becomes explicit—it puts itself in the hands of an unending contest of insights which lead the original intentions of those who think into the unsuspected and the unforeseen. It is more full of risk because it draws all of life, both individual and social, into the region of the transformation of meaning, a region where it must wholly transform itself in its structure because it is transformed in its meaning. That precisely, and naught else, is what history means.

Philosophy did not shake the modest meaning of the small, vital rhythm, dictated by the fascination with corporeal life and its bondage to itself, in order to impoverish humans but rather with the will to enrich them. Humans were to break free of the accepted meaning in order to rise to what had so far given meaning to the universe and to themselves as well as to other dependencies, to plants and animals, and what hitherto determined the meaning of things because it was unperishable and so divine. Philosophy offered a new vision of the imperishable—not merely the permanence, immortality, perenniality proper to the gods, but eternity. Eternity presented itself to philosophy first in the form of the imperishable wherein lies the genesis and perishing of all that is, its appearing, its waxing and waning, its fall into darkness—in the form of phusis.7 To its night belongs the dawning of the cosmos, of the order of things as that which does not diminish but rather accentuates the mystery of being and beings. However, just as the life of the free polis was granted but a short time to unfold in its free daring, fearlessly aiming for the unknown, so also philosophy, aware of its bond with the problem of the polis and sensing in the germ already its perils and perishing, was led by a striving for a definitive and new bestowal of meaning to see in that darkness only a lack of light, the night as a waning of the day. It was led to become, in the continuous clarity of definitive certainty that runs through all theory, a perception of being in which its meaning is exhausted in a new definitive statement.


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