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Étant donné

Marion (1998:§1) – contra-método da fenomenologia

§ 1. Le dernier principe

terça-feira 27 de junho de 2023, por Cardoso de Castro

Em todas as ciências — e, portanto, em metafísica — se trata de demonstrar. Demonstrar consiste em fundamentar a aparência para conhecê-la, para reconduzi-la ao fundamento, para conduzi-la à certeza. No entanto, em fenomenologia — quer dizer, ao menos como intenção, no intento de pensar sob um modo não metafísico — se trata de mostrar. Mostar implica deixar que a aparência apareça de tal maneira, que cumpra sua plena aparição, para recebê-la exatamente como se dá.

Javier Bassas Vila

En todas las ciencias — y, por tanto, en metafísica — se trata de demostrar. Demostrar consiste en fundamentar la apariencia para conocerla, para reconducirla al fundamento, para conducirla a la certeza. Sin embargo, en fenomenología — es decir, al menos como intención, en el intento de pensar bajo un modo no metafísico — se trata de mostrar. Mostrar implica dejar que la apariencia aparezca de tal manera, que cumpla su plena aparición, para recibirla exactamente como se da.

Mostrar, dejar aparecer y cumplir la aparición no implican ningún privilegio de la visión. Más allá del hecho de que esta pretendida primacía se conceda a menudo, en fenomenología, al tacto o al oído, de modo que sólo puede invocarse para levantar una confusa polémica, debe contestarse su ruinoso presupuesto: la primacía de uno de los sentidos (la visión o cualquier otro) sólo resulta importante si la percepción determina finalmente la apariencia, si la apariencia misma depende pues en última instancia de la percepción — en resumen, sólo si la apariencia reenvía de entrada a la aparición de la cosa misma, en la que, como a prueba de fuego, se consume el andamiaje de la apariencia e incluso de la percepción para dejar surgir eso de lo que se trata. Ahora bien, la fenomenología sólo tiene único objetivo y una única legitimidad: intentar acceder a la aparición en la apariencia, transgredir toda impresión percibida por medio de la intención de la cosa misma. Incluso en la visión de la simple apariencia, ya no se trata precisamente en fenomenología de lo que la subjetividad capta por uno u otro de sus medios perceptivos, sino, directamente, de lo que — a través de, a pesar de, incluso sin éstos — la aparición da de sí misma y como la cosa misma. La distinción entre ver, escuchar y sentir (pero también gustar y oler) sólo deviene determinante a partir del momento en el que la percepción se apega a una determinación decididamente subjetiva de su rol, como aquello que filtra, interpreta y deforma la apariencia de la aparición. Inversamente, desde el momento en el que la aparición domina el aparecer y lo retoma, las especificaciones subjetivas de la apariencia por medio de uno u otro sentido ya no resultan esencialmente importantes: tanto si la veo como si la toco, la siento o la oigo, es siempre la cosa la que me adviene cada vez en persona  ; y que me advenga siempre en parte o por escorzos [esquisses] no impide que me llegue en la carne misma de su aparición; esta imperfección misma no se advertiría si no presupusiera ya la aparición en persona de la cosa, que la limita.

El pretendido privilegio de la visión sólo deviene determinante cuando se ha perdido el privilegio — verdaderamente decisivo — de la aparición de la cosa misma en el seno de su apariencia (sensible, perceptible “subjetiva”, etc.) — El estudio de este privilegio constituye el tema propio de la fenomenología, que no admite ningún otro. Nos restringiremos pues a él.

El privilegio de aparecer en su apariencia se nombra “manifestación” — manifestación de la cosa a partir de ella misma y como ella misma, privilegio de manifestarse, de hacerse ver, de mostrarse. Ello nos obliga, de entrada, a corregir nuestro punto de partida: si, en régimen metafísico, se trata de demostrar, en régimen fenomenológico, no se trata solamente de mostrar (puesto que — en ese caso la aparición podría seguir siendo todavía el objeto propio de un punto de vista, así pues, una simple apariencia), sino que se trata de dejar que la aparición se muestre en su apariencia según su aparecer. El simple paso de la demostración a la mostración no modifica todavía en nada el estatuto profundo de la fenomenicidad, ni le asegura tampoco su libertad. Por no haber advertido esto con la claridad requerida, muchos ensayos de fenomenología se han limitado simplemente a repetir y corroborar el privilegio de la percepción y de la subjetividad (metafísicos) por encima de la manifestación. Este primer paso debe completarse pues con un segundo: pasar de mostrar a dejar mostrarse, de la manifestación a la manifestación de sí a partir de sí de lo que, entonces, se muestra. Sin embargo, dejar que la aparición se muestre en la apariencia y el aparecer como su propia manifestación es algo que no va de suyo. Y ello por una — razón de fondo: porque el conocimiento viene siempre de mí, la manifestación no va nunca de suyo. O, más bien, no va de suyo [de soi] que la manifestación pueda venir de sí [de soi], de ella misma, por ella misma a partir de ella misma, en resumen, que se manifieste. La paradoja inicial y final de la fenomenología consiste precisamente en que toma la iniciativa para perderla. Como toda ciencia rigurosa, decide su proyecto, su terreno y su método, tomando así la iniciativa tan originalmente como le es posible; pero, contrariamente a toda metafísica, sólo ambiciona perder esta iniciativa lo más pronto y lo más completamente posible, puesto que pretende alcanzar las apariciones de las cosas en su originariedad más inicial — en el estado, por así decir; nativo de su manifestación incondicionada en sí y a partir de sí. Este comienzo metodológico no establece más que las condiciones de su propia desaparición en la manifestación original de lo que se muestra. Este vuelco debe respetar operaciones precisas (menciones [visées], impleciones, reducciones, constituciones, apresentaciones, etc.) siguiendo una racionalidad muy estricta, pero ello no invalida esa paradoja, sino que confirma solamente su exigencia formal  .

La dificultad de esta paradoja, sin la cual la fenomenología no sería más que un nombre vacío para una metafísica en tal caso perennizada, ha provocado una recuperación del tema del método, que se retoma sin cesar desde Husserl  . Para dejar que la aparición se manifieste, conviene sin duda proceder metódicamente; por ello, las diferentes acepciones de la reducción ilustran por excelencia este trabajo, asumiendo perfectamente la búsqueda racional para acceder a un terreno indubitable del conocimiento. Sin embargo, el método no debe aquí asegurar la indudabilidad bajo el modo de una posesión de objetos ciertos al estar producidos según las condiciones a priori   de la conciencia, sino que debe provocar la indudabilidad de las apariciones de las cosas, sin producir la certeza de los objetos. Al contrario del método cartesiano o kantiano, el método fenomenológico, incluso cuando constituye los fenómenos, se limita a dejarlos manifestarse; constituir no equivale entonces a construir ni a sintetizar, sino a dar-un-sentido o, más exactamente, a reconocer el sentido que el fenómeno se da de sí mismo y a sí mismo; el método no debe avanzarse al fenómeno, pre-viéndolo, pre-diciéndolo y pro-duciéndolo, para esperarlo al final del camino apenas empezado (μέτα-ὁδός  ); en lo sucesivo, el método caminará justo al paso del fenómeno, como protegiéndolo y despejándole el camino, eliminando los impedimentos; al disolver las aporias, restablece la porosidad de la apariencia o, en cualquier caso, la transparencia en él de la aparición. Además, la reducción opera por excelencia de esta manera: suspende las “teorías absurdas”, las falsas realidades de la actitud natural, el mundo objetivo, etc., para dejar que las vivencias dejen aparecer tanto como sea posible lo que se manifiesta como y por ellos; su función culmina al despejar los obstáculos para la manifestación [1]. Y así como, en un estado de derecho, la fuerza pública debe aceptar las manifestaciones, publicar las opiniones, organizar consultas, en resumen, dejar hacer y pasar lo que tiene derecho a ello, ejerciéndose sólo contra violencias de hecho, la reducción deja también manifestarse lo que tiene derecho a manifestarse, usando sólo su fuerza de suspensión contra las violencias teóricas ilegítimas. Si se quisiera hablar de “fenomenología negativa”, expresión ambigua que sólo debe emplearse con reservas, hay que comprenderla como de la reducción misma [2]. El método nó provoca tanto la aparición de lo que se manifiesta, sino que despeja a su alrededor los obstáculos que lo ofuscarían; la reducción no hace nada, sino que deja que la manifestación se manifieste; toma la iniciativa (de considerar seriamente lo que es vivido por la conciencia) sólo, para entregarla a lo que se manifiesta. Toda la dificultad de la reducción — y el motivo por el que siempre está por hacer y rehacer, sin fin ni éxito suficiente — radica en el viraje que debe ejercer y en el que se invierte (“en zig-zag”): hay que hacerla para deshacerla — y dejar que se haga la aparición de lo que se muestra en ella, aunque, finalmente, sin ella. O, más bien, la reducción abre el espectáculo del fenómeno primeramente como un director de escena omnipresente, para continuarlo como una simple escena, necesaria ciertamente pero olvidada e indiferente; de tal manera que, al final, el fenómeno ocupa hasta tal punto la escena que la resorbe en él, sin distinguirse uno de otro. La reducción se cumple exactamente con ese giro. El método fenomenológico pretende pues desplegar un giro que va no sólo de demostrar a mostrar; sino de mostrar cómo un ego  , fija un objeto en la evidencia a dejar que se muestre una aparición en la apariencia: método de un giro, que gira contra sí mismo y consiste en esa vuelta misma — contra-método.

Original

En toute science – donc finalement en métaphysique – il s’agit de démontrer. Démontrer consiste à fonder l’apparence pour la connaître certainement, la reconduire au fondement pour la conduire à la certitude. Mais en phénoménologie – c’est-à-dire, du moins en intention  , dans la tentative pour penser sur un mode non métaphysique – il s’agit de montrer. Montrer implique de laisser l’apparence apparaître de telle manière qu’elle accomplisse sa pleine apparition, afin de la recevoir exactement comme elle se donne.

Montrer, laisser apparaître et accomplir l’apparition n’impliquent pourtant aucun privilège de la vision. Outre que ce prétendu privilège le cède souvent, en phénoménologie, au primat du toucher ou de l’écoute, en sorte qu’on ne peut guère l’invoquer que pour armer une polémique confuse, il faut contester son présupposé ruineux : le primat d’un des sens (la vision, mais aussi tout autre) n’importe que si la perception détermine finalement l’apparence, donc que si l’apparence elle-même relève en dernière instance de la perception – bref que si l’apparence renvoie d’emblée à l’apparition de la chose même, où, comme à l’épreuve du feu, se consume l’appareillage de l’apparence et même de la perception, pour laisser surgir ce dont il s’agit. Or la phénoménologie n’a d’autre but ni d’autre légitimité que de tenter d’accéder à l’apparition dans l’apparence, donc de transgresser toute impression perçue par l’intentionnalité de la chose même. Même dans la vision de la simple apparence, il ne s’agit précisément plus en phénoménologie de ce que la subjectivité aperçoit par tel ou tel de ses outils perceptifs, mais directement de ce que – à travers, malgré, voire sans eux – l’apparition donne d’elle-même et comme la chose même. La distinction entre voir, écouter et sentir (mais aussi goûter et humer) ne devient déterminante qu’à partir du moment où la perception s’englue dans une détermination décidément subjective de son rôle, comme ce qui filtre, interprète et déforme l’apparence de l’apparition. Inversement, dès que l’apparition domine l’apparaître et le reprend, les spécifications subjectives de l’apparence par tel ou tel sens n’importent plus essentiellement : que je la voie, la touche, la sente ou l’entende, c’est toujours la chose qui m’advient à chaque fois en personne ; et qu’elle ne m’advienne jamais ainsi qu’en partie et par esquisse n’empêche pas qu’elle m’arrive dans la chair même de son apparition ; cette imperfection même ne se marquerait pas, si elle ne présupposait déjà l’apparition en personne de la chose, qu’elle limite. Le privilège prétendu de la vision ne devient donc déterminant qu’une fois manqué le privilège – seul décisif – de l’apparition de la chose même au sein   de son apparence (sensible, perceptible, « subjective », etc.). L’étude de ce privilège constitue l’affaire propre de la phénoménologie, qui n’en admet pas d’autre. Nous nous y tiendrons donc strictement.

Le privilège d’apparaître dans son apparence se nomme aussi manifestation – manifestation de la chose à partir d’elle-même et comme elle-même, privilège de se rendre manifeste, de se faire voir, de se montrer. Ce qui nous contraint à corriger déjà notre point de départ : si, en régime métaphysique, il s’agit certes de démontrer, en régime phénoménologique, il ne s’agit pas seulement de montrer (puisqu’en ce cas l’apparition pourrait encore rester l’objet d’une prise de vue, donc une simple apparence), mais de laisser l’apparition se montrer dans son apparence selon son apparaître. Le simple passage de la démonstration à la monstration ne modifie donc encore rien au statut profond de la phénoménalité, ni ne lui assure sa liberté. D’ailleurs, pour ne l’avoir pas clairement aperçu, bien des essais de phénoménologie ont simplement répété et corroboré le privilège de la perception et de la subjectivité (métaphysiques) sur la manifestation. Ce premier passage doit donc se compléter d’un deuxième : passer de montrer à laisser se montrer, de la manifestation à la manifestation de soi à partir de soi de ce qui, alors, se montre. Mais laisser l’apparition se montrer dans l’apparence et l’apparaître comme sa propre manifestation – cela ne va pas de soi. Pour une raison de fond : c’est parce que la connaissance vient toujours de moi, que la manifestation ne va jamais de soi. Ou plutôt, il ne va pas de soi qu’elle puisse venir de soi, d’elle-même, par elle-même, à partir d’elle-même, bref qu’elle se manifeste. Le paradoxe initial et final de la phénoménologie tient précisément à ceci qu’elle prend l’initiative de la perdre. Certes comme toute science rigoureuse, elle décide de son projet, de son terrain et de sa méthode, prenant ainsi l’initiative aussi originellement que possible ; mais, à l’encontre de toute métaphysique, elle n’ambitionne que de perdre cette initiative le plus tôt et le plus complètement possible, puisqu’elle prétend rejoindre les apparitions de choses dans leur plus initiale originarité – à l’état pour ainsi dire natif de leur manifestation inconditionnée en soi et donc à partir de soi. Le commencement méthodologique n’établit ici que les conditions de sa propre disparition dans l’originale manifestation de ce qui se montre. Que ce renversement doive respecter des opérations précises (visées, remplissements, réductions, constitutions, apprésentations, etc.) suivant une rationalité des plus strictes n’infirme pas ce paradoxe, mais en confirme seulement l’exigence formelle.

La difficulté de ce paradoxe, sans lequel pourtant la phénoménologie ne resterait qu’un nouveau nom vide pour une métaphysique alors pérennisée, a provoqué, dès le début husserlien, une reprise elle-même sans cesse à reprendre du thème de la méthode. Pour laisser l’apparition se manifester, sans doute convient-il de procéder méthodiquement, et les différentes acceptions de la réduction illustrent par excellence ce travail, en assumant parfaitement la requête rationnelle d’accéder à un sol indubitable de la connaissance. Mais ici la méthode ne doit pas pour autant assurer l’indubitabilité sur le mode d’une possession d’objets certains, parce que produits selon les conditions a priori de la connaissance ; elle doit provoquer l’indubitabilité des apparitions de choses, sans produire la certitude des objets. Au contraire de la méthode cartésienne ou kantienne, la méthode phénoménologique, même lorsqu’elle constitue les phénomènes, se borne à les laisser se manifester ; constituer n’équivaut pas à construire, ni à synthétiser, mais à donner-un-sens, ou plus exactement à reconnaître le sens que le phénomène se donne de lui-même et à lui-même ; la méthode n’avance pas devant le phénomène, en le pré-voyant, le pré-disant et le pro-duisant, pour l’attendre d’emblée au bout du chemin qu’il entame à peine (μετὰ-ὁδός) ; désormais, elle marche juste au pas du phénomène, comme en le protégeant et lui dégageant le chemin, par élimination d’empêchements ; en dissolvant les apories, elle rétablit la porosité de l’apparence, sinon toujours la transparence en elle de l’apparition. D’ailleurs, la réduction opère par excellence ainsi : elle suspend les « théories absurdes », les fausses réalités de l’attitude naturelle, le monde objectif, etc., pour laisser les vécus faire apparaître autant que possible ce qui se manifeste comme et par eux ; sa fonction culmine dans un dégagement des obstacles à la manifestation . Et comme, dans un état de droit, la force publique doit laisser les manifestations passer, les opinions se publier, les consultations s’organiser, bref laisse [se] faire et [se] passer ce qui en a le droit en ne s’exerçant que contre des violences de fait, la réduction laisse se manifester ce qui en a le droit, n’usant de sa force de suspension que contre des violences théoriques illégitimes. Si l’on voulait parler de « phénoménologie négative », formule ambiguë à n’employer qu’avec réserve, il faut l’entendre de la réduction elle-même . La méthode ne provoque pas tant l’apparition de ce qui se manifeste, qu’elle ne dégage autour d’elle les obstacles qui l’offusqueraient ; la réduction ne fait rien, elle laisse la manifestation se manifester ; elle ne prend l’initiative (de considérer sérieusement ce qui est vécu par la conscience) que pour la rendre à ce qui se manifeste. Toute la difficulté de la réduction – et le motif pour lequel elle reste toujours à faire et à refaire, sans fin ni réussite suffisante – tient au virage qu’elle doit prendre et où elle s’inverse (« en zigzag ») : il faut la faire pour la défaire et laisser se faire l’apparition de ce qui se montre en elle, mais finalement sans elle. Ou plutôt, la réduction ouvre le spectacle du phénomène d’abord comme un metteur en scène omniprésent, pour le continuer comme une simple scène, nécessaire certes, mais oubliée et indifférente ; en sorte qu’à la fin, le phénomène occupe à ce point la scène qu’il la résorbe en lui et ne s’en distingue plus – auto-mise en scène. La réduction s’accomplit exactement avec ce tournant. La méthode phénoménologique prétend donc déployer un tournant, qui va non seulement de démontrer à montrer, mais de montrer comme un ego met en évidence un objet, à laisser se montrer une apparition dans une apparence : méthode de tournant, qui tourne contre elle-même et consiste en ce retournement lui-même – contre-méthode.


Ver online : Jean-Luc Marion


MARION, J.-L. Étant donné: essai d’une phénoménologie de la donation. 2e éd Paris: PUF, 1998.


[1En este sentido, el método fenomenológico siempre se ejerce como una deconstrucción (Abbau) o una destrucción; entre estos dos términos, de hecho igualmente derivados de la reducción, la diferencia radica únicamente en la naturaleza de los obstáculos despejados: la objetividad, el ser como presencia, la “historia del ser”, etc.